Amanece en Palma. Estoy casi seguro de que, a pesar de las últimas previsiones de posibles tormentas, hoy hará un día bonito, luminoso, un día propio del mes de septiembre.
Los bares, como siempre, son los primeros en abrir sus puertas. Las calles poco a poco se van llenando de gente, sobre todo de adultos que van a comprar o al trabajo, o quizás sólo a dar un paseo.
Un gorrión se posa en un árbol, un globo de color verde va volando sin rumbo, se escuchan unas risas y también las voces de dos personas mayores que hablan en voz baja.
No sé muy bien por qué, pero ahora me acabo de acordar de que de niño me enseñaron que percibimos el mundo gracias a la razón y a los sentidos, y posiblemente también al alma, que al parecer pesa exactamente veintiún gramos.
Es cierto que hay quienes dudan de su existencia, pero a mí me gusta creer a veces en todo aquello que no podemos ver, como los duendes o las hadas.
Quizás sea el alma lo que realmente nos haga tener conciencia de nosotros mismos y de nuestra fragilidad, lo que nos haga buscar la belleza y huir del sufrimiento, lo que nos haga enamorarnos o tener compasión.
Quizás sea también gracias al alma por lo que deseamos conocer y aprender, o buscar y descubrir lo inesperado, o tener el deseo de poder vivir cada día un nuevo día más.
Por todo ello, seguramente no es casualidad que a las personas malas o crueles las califiquemos también a veces como desalmadas.
Posiblemente, lo mejor de nosotros mismos, lo que nos hace de verdad humanos, se encuentre en algún rincón de esos inaprensibles y misteriosos veintiún gramos.