Vecinos angelicales
martes 26 de mayo de 2015, 13:20h
Creo que fue el extraordinario poeta ruso Igor Txestokov quien pronunció una brillante frase que sentenciaba que “la felicidad va y viene, pero nunca permanece”. Me siento completamente de acuerdo con dicha verdad imponente. El sentimiento de felicidad va a ratos; se trata de un hilo de seda, frágil y sutil, que se descose a menudo por una infinidad de distorsiones: una puta muela, un lumbago intermitente y feroz, un malentendido con un familiar, la rotura de una amistad a causa de terceros, una pésima decisión laboral inoportuna y sin marcha atrás, etc.
Por todos estos motivos e interferencias sobre un cierto estado de bienesta personal, es necesario saber valorar y apreciar los instantes en los que la colectividad ofrece un panorama poco incierto y, en su conjunto, agradable. Y, mirándolo bien, resulta que la colectividad más cercana – dejando de lado el núcleo estrictamente familiar- es la vecindad.
Habito en un piso ático. En el rellano de mi escalera existen tres puertas, incluyendo la mía; es decir, comparto vecindad directa con dos familias. Mi suerte es enorme y lo califico con este colosal adjetivo porqué si sucediera lo contrario, la desesperación mordería mis ya flácidas carnes hasta la exasperación más inhumana y cruel. Gozo del contacto con este par de núcleos familiares que conllevan discreción, elegancia, seguridad y me aportan buen rollo, un feliz entendimiento y confortabilidad personal.
Los vecinos de mi izquierda son una pareja que refleja la heterodoxia de la vieja Europa: un italiano y una finlandesa; ¿alguién da más? Diós produjo un auténtico milagro al unir el gélido clima y la extrema racionalidad del país escandinavo con la idiosincracia del latino más latino de todos los latinos, gente de talento raudo, de gestos apreciables y vistosos e hijos directos de Dante, Bocaccio, Cesar Augusto, Indro Montanelli, Modigliani, o el poeta de la sensibilidad aguda, Giacomo Leopardi.
A mi derecha, una pareja feliz: un punzante y exquisito sentido del humor, con antecedentes gallegos (¡ahí es nada!) él, y posesora de una sonrisa eterna, bien establecida, natural y constante, ella. Pronto, muy pronto, mi rellano contará con un nuevo inquilino, fruto del matrimonio a mi diestra: Tomasín.
Nos vemos con una cierta asiduidad pero sin sofocarnos mutuamente, sin avasallarnos, sin estropearnos la relación. Cada tres o cuatro meses comemos o cenamos y expandimos nuestras ocurrencias con gracia y salero.
Todas estas reflexiones y concreciones les pueden parecer una nimiedad; nada más lejano de mi intención: se trata de constatar que la felicidad que “va y viene”, a veces, en contadas ocasiones, se queda en un simple rellano.
Ellos me verán marchar envuelto para regalo (por mi dilatada edad) pero en mi reposo eterno desprenderé una sonrisa dedicada, integrament, a ellos. Gracias, vecinos.