Ha terminado el curso. Lo hemos notado todos, hasta quienes no tienen hijos, si bien es cierto que si vivimos en zonas próximas a centros educativos de distinta índole, los cambios son más que notables. Cómo olvidar esas retenciones a primera hora de la mañana y esa espera mientras nuestros fenómenos se deslizan suavemente, embargados por la emoción, hacia su primera clase matutina. Qué gran labor, entre todos, para que todo funcione y se alcance esa tan necesaria rutina, bien entendida como costumbre o hábito que adquirimos de hacer las cosas por mera práctica, casi de forma automática. Luego llegan las tardes, con las actividades paraescolares y las prácticas deportivas, también imprescindibles porque, no nos engañemos, nada como un buen deporte en equipo o un poco de orden y disciplina para reforzar términos tan importantes para nuestros hijos como la autoestima, el trabajo cooperativo, el grupo, el orden y la fijación de límites. Todo ello configura un trabajo de zapa, silencioso, constante y agotador, pero que no puede tener una mayor recompensa: completar una buena educación para nuestros hijos. Esa labor, crucial, por supuesto es coral, pues interviene el colegio, los amigos y el resto de la familia, si bien la mayor responsabilidad debemos asumirla, y con gusto, los padres.
Pero dicho esto, de repente, llega julio, finalizan las clases, terminan los diversos campeonatos, nuestros hijos nos deleitan con las nunca bien ponderadas y siempre fantásticas exhibiciones de final de curso en sus distintas actividades y, de pronto, volvemos a encontrarnos haciendo malabares con nuestras agendas a fin de poder organizar mínimamente este nuevo periodo para que vuelvan a ocupar su tiempo en diversas actividades ahora relacionadas con el tan deseado verano o los campamentos. Y la verdad es que, en este sentido, se está haciendo una labor espectacular, poniendo el acento en lo realmente importante: que los niños, aprendiendo, colaborando, experimentando o practicando idiomas, se lo pasen realmente bien.
Pero no olvidemos que luego nos queda una última fase que coincide con el momento en que toda la familia tiene vacaciones. Y esa sí que debemos disfrutarla a fondo. Esos son los días en que, no sé si correctamente o no, levantamos el pie del acelerador, todos nos relajamos, nos dejamos llevar y, en cierto modo, se produce un cierto “asilvestramiento” generalizado que, dicho sea de paso, encuentro de lo más necesario. Días en que el reloj no existe, en que las sobremesas encadenan tertulia, siesta y merienda de forma casi mágica y en que los chiringuitos de nuestras maravillosas playas se erigen en deliciosos lugares de peregrinación. Y esos días…esos…son maravillosos. Porque nuestros hijos también tienen que descansar sin pensar más allá de lo que ocurre cuando se pone el sol, porque también deben jugar sin ningún tipo de dispositivo electrónico a menos de diez kilómetros de distancia y porque también deben aprender a aburrirse, a disfrutar de una relajada tarde de verano y de una preciosa puesta de sol.
Falta ya poco para que lleguen esos días y ya me visualizo en alguna de nuestras maravillosas playas de aguas cristalinas mirando hacia el horizonte, a media tarde, con esa suave brisa rozando mi cara, dando las gracias por poder disfrutar de esos pequeños momentos que dan todo el sentido a nuestra vida. Falta poco…muy poco…así que, vamos a por ese último esfuerzo.