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Una nostalgia colérica

Por Jaume Santacana
miércoles 30 de mayo de 2018, 03:00h

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Llámenme nostálgico, si gustan; o, si lo prefieren, me pueden ustedes tildar de apesadumbrado. Cualquiera de los dos calificativos me parecen absolutamente apropiados, aunque ambos no están reñidos con un estado de exasperación o de irritación que son los que, al final, reinan en mi ánimo.

Nací en las Ramblas de Barcelona y respiré sus aires entretejidos con los enormes plátanos durante veinte años. Aprendí a amar este paseo universal con una pasión mesurada pero real, auténtica, definible. Nunca fue el bulevar barcelonés un escaparate de grandes elegancias como algunas de las otras vías de la ciudad tales como el Paseo de Gracia o bien, en menor escala, la Rambla de Cataluña, las tres ejerciendo de aorta desde el corazón de la Plaza de Cataluña, centro neurálgico de la antigua urbe condal. Tal como digo, las Ramblas -cuyo nombre procede del idioma árabe con significado de torrente- no se caracterizaron nunca por sus particulares prototipos de la distinción ciudadana al uso. Fueron siempre, en cambio, un modelo ejemplar de mezcolanza de tipos universalmente singulares, de colectivos sociales de muy distinta modulación y, en definitiva, de paradigma sociológico de amplísimo espectro. Lo “universal” se paseaba, tranquilamente, por su acera central sin que las diferencias substanciaran problemas de ningún tipo por la enorme miscelánea exhibida impúdicamente.

Pero, no sólo las personas colmaban este reconocido y mundialmente famoso paseo; también sus orillas reflejaban una riqueza comercial digna de mención. Tiendas de todo patrón lucían sus vitrinas con productos de una honorabilidad a prueba de bombas. Algunos de los citados establecimientos eran centenarios y cubrían las necesidades de una buena parte de la población, aportando, además, unos gramos considerables de componentes estéticos que proporcionaban originalidad y personalidad a la ciudad. En resumen, las Ramblas barcelonesas eran, fueron, un marco magnífico que permitía a todos los residentes, oriundos o forasteros, darse un garbeo tranquilo y apacible con el simple propósito de suministrar a su ocio un reposado bienestar que satisfaciera, además, su innata curiosidad; la perfecta moldura de aquello que denominamos libertad.

PERO... (se veía venir de lejos)...

... ¿Qué ha pasado?

Muy sencillo: mi casi bucólica, aunque existente descripción, se ha venido abajo de manera sistemática, sin medias tintas y con un acelerado descalabro genérico de la situación. Hoy en día -y desde hace ya un par de décadas- pasear por las Ramblas provoca una repugnancia a todas luces definible. Una muchedumbre, un tumulto de humanos descamisados y “enchancletados” inconvenientemente recorren (¡nada de pasear!) su ancho pavimento peatonal con una avidez fotográfica inconmensurable y con un desorden sin límites; el gentío universal, como el diluvio pero atufando a sudor y a paellas fraudulentas. Tengo por seguro que, ante tal situación, los barceloneses de toda la vida, así como las personas de bien provengan de donde provengan, evitan, a toda costa, acercarse a esta masa pendenciera y se inventan mil atajos para llegar a sus destinos sin tener que pasar el cochambroso vía crucis del “popular” paseo.

Ya no les hablo, ¿para qué?, de los comercios desaparecidos y substituidos por tiendas de tres al cuarto que mercadean con productos indecorosos y groseros tales como toros (cuyas corridas están prohibidas en Cataluña), bailarinas flamencas con batas de cola o los lindos sombreros mexicanos. Todo ello, una bella muestra de la artesanía clásica catalana fabricada en Taiwan. Un éxito, vamos.

Tampoco les voy a citar en exceso la debacle visual que ofrece el tradicional mercado de la Boquería, situado en la parte de poniente del paseo: un maremágnum de personal turístico -bloqueando los pasillos entre las paradas- que forcejean entre ellos para conseguir la mejor fotografía del niño sujetando una merluza con cara de desgastada digitalmente, mientras las pescateras no venden ni una escoba marina (¿de qué les va a los guiris comprar una puta merluza?) ni a los forasteros ni, menos, a los naturales de la ciudad que, hace años, no pisan el ahora miserable mercado de abastos.

Total: tengo una amarga sensación, como si a mi madre (en este caso, mi “paseo”) la hubieran prostituido. ¿La culpa? Una pésima (peor imposible) política más que previsible sobre la invasión turística. La administración -en este caso local- se ha decantado, descaradamente, por un turismo escasamente culto y con los mínimos recursos humanos; un buen puñado de ellos, que no todos, claro. Esta clase de turismo bárbaro y salvaje busca en la península Ibérica todo aquello que en sus países de origen nunca les permitirían.

Las Ramblas se han perdido para los barceloneses y para aquellos visitantes que la apreciaban y la respetaban. Ahora, la más absurda mediocridad campa a sus anchas en un ambiente con raíces primitivas y un menosprecio ineluctable hacia su antigua identidad.

El low cost está arrasando con la Historia y la humanidad. El cabreo que esta situación me produce es escalofriante.

Mis Ramblas ya sólo son aquello que fueron en mi memoria: blanco y negro.

¡Qué pena, penita, pena!

Nota: después de escribir este artículo, me acabo de dar un garbeo por las Ramblas y el mercado de la Boquería. Me doy cuenta, ahora, de que mi texto debería haber sido muchísimo más ácido. Realmente, la situación es una mierda como un piano.

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