El pasado domingo, día 19 de agosto de este verano agobiante del apasionante año del Señor 2018, jornada dedicada a San Juan Eudes (un francés de comienzos del siglo XVII que fundó la Congregación de Jesús y Maria y -por si esto fuera poco- una fundación para mujeres arrepentidas), se me ocurrió darme un garbeo por el Park Güell de la que antes era denominada como “Ciudad Condal” y que ahora ostenta la primacía de las ciudades “manteras” universales.
Y no, no crean que me dio un tabardillo que aumentó mi grado de viejo majareta. Me vi obligado a acompañar a una señora brasileña, conocida de un conocido, que me pidió encarecidamente que la paseara por dichos jardines modernistas. Quede suficientemente claro que a mí, a quien todavía me quedan restos de razón, no se me hubiera ocurrido nunca salir un domingo de agosto a la hora del Ángelus a pasear mi ya gastado esqueleto por los caminos polvorientos del recinto gaudiniano. Mi proeza no tiene parangón en la historia de los favores sociales prestados. Mi conocido no se acordará nunca más de su petición; yo, sí.
Antes de los putos Juegos Olímpicos de Barcelona del fatídico 1992, el citado parque era un remanso de paz en las ligeras faldas de la ciudad. Los terrenos adquiridos para intentar, fallidamente, construir una urbanización de alto standing se llamaban “la montaña pelada”, lo cual explica muchas cosas. De niño, mis padres me conducían a los citados jardines y me alquilaban una bicicleta de tres ruedas para mi personal sosiego infantil. Ni un par de humanos circulando por la zona; ni una alma. Tranquilidad.
El domingo referido, una turba “guírica” de dimensiones desconocidas hasta el momento pululaba por el ajardinamiento, especialmente por las áreas consideradas monumentales. Lo nunca visto. Individuos e individuas de todas las razas y religiones del planeta se aglomeraban, se hacinaban, por las sendas, los caminos y las plazas del entorno. Era visiblemente imposible avanzar debido a la acumulación de personal que bullía por todos los rincones, incluso los presumiblemente más recónditos. Ayudaba a la situación engorrosa, y mucho, la extensión de mantas en el suelo arcilloso, repletas de objetos vendibles tales como abanicos, palos para selfies, pitos reproductores de sonidos pajariles y otras variedades comerciales de primera necesidad, todos ellos sin IVA.
Chinos y japoneses, los que más. Los primeros (que suelen recorrer las vías públicas escupiendo a troche y moche), actualmente se han convertido en auténticos virtuosos de la ingesta de pipas de girasol que, para seguir con su ancestral tradición, van escupiendo por doquier sin demasiados miramientos. En segunda posición les siguen -en el orden masivo- los italianos, ellos con las consabidas camisetas imperio que permiten disfrutar del máximo número posible de axilas velludas dignas de la geografía selvática.
Casi ninguno de los elementos humanos andarines observa nada de lo que le rodea; el único acto remarcable a que se someten es el de retratar continuamente todo aquello que podrían ver a simple vista. “Ya lo miraremos en casa, a la vuelta”, deben de pensar. Al “guirismo”, en general, el arquitecto Gaudí le importa un pepino, con perdón del famoso Cucumis sativus. Se trata, sólo, de fotografiar todo aquello que aparece en los folletos turísticos. Bueno, es una manera de viajar como otra cualquiera.
A mí, particularmente, la obra de Gaudí me ha producido siempre un miedo atroz; me asustan y me incomodan sus formas esotéricas y monstruosas. Modeló configuraciones aberrantes, fruto, supongo, de una mente entre mística y tortuosa.
En una distracción, perdí a mi acompañante, la brasileña. Igual aparece en Xi'an o, en el mejor de los casos, en Bobbio. La multitud se la llevó por delante. Una pérdida irreparable, me temo.