Todo el mundo recuerda dónde estaba cuando se enteró que un avión se había estrellado contra una de las Torres Gemelas. Fueron instantes de asombro y angustia. Hoy se cumple un año del inicio del estado de alarma en España, pero no solo recordamos aquel día. Sabemos cuál fue el último viaje que hicimos, el último concierto al que acudimos, la última película que vimos en una sala comercial, los últimos copazos que nos metimos al cuerpo de noche. Algunos solteros pueden rememorar hasta el último coito pre-covid. La vida nos ha cambiado porque nuestra memoria va más allá de unas horas y es capaz de retroceder días, hasta semanas, en busca de aquello que se nos arrebató sin aviso.
Lo peor ha sido el miedo, claro. Miedo a la enfermedad, a perder seres queridos, al futuro y a no saber orientarnos en un territorio vital desconocido. Al principio nos animamos pensando que siempre hay luz al final del túnel, sin llegar a imaginar lo largo y oscuro que iba a ser el pasadizo. En Marzo estaba pensando en volver a correr el maratón de Nueva York en Noviembre, y un amigo me preguntó si pensaba cancelar mi inscripción. Sonreí y le contesté que si en seis meses seguíamos igual la economía mundial estallaría y sobrevendría el Apocalipsis. Y aquí estamos doce meses más tarde, tragándonos esas y otras previsiones optimistas.
Pero hemos aprendido a vivir con ese miedo, a movernos con él para evitar la necrosis total de los músculos de la felicidad, con minúscula. Ahí algunos han descubierto el valor de las pequeñas cosas: una charla con el hijo adolescente, una tarde de sofá y manta, hacer una tarta y tal y tal. El programa de coaching barato que impartió durante las primeras semanas el telepredicador de Moncloa nos aseguraba que saldríamos mejores y más fuertes. Lo segundo no hace falta rebatirlo, con una ciudadanía exhausta en lo económico y en lo psicológico. Pero mejores tampoco.
Decía Montaigne que no hay nada a lo que la naturaleza nos impulse tanto como al trato social. En este punto la restricción este año ha sido severísima y, después del miedo, quizá lo peor de esta pandemia sean las consecuencias futuras, y quizá permanentes, de esa prolongada amputación de relaciones. Me sigue agobiando la mascarilla, pero a veces me la pongo a gusto para aislarme por la calle. Me gustan los besos y los abrazos, pero me siento liberado de algunos de compromiso. Antes del virus ya asistía a pocos saraos sociales, ahora resulta fácil comportarse como un eremita en mitad de la ciudad. No es recogimiento, es pereza. Resulta cómoda, pero tiene consecuencias porque desarrolla la intolerancia. Hay que ir con cuidado con no salir de todo esto con los pulmones limpios y el corazón embrutecido.
Uno piensa que las autenticas amistades no se resentirán de tanta ausencia física pero, volviendo a Montaigne, el genio francés apuntaba a una sabiduría alegre y sociable: “mi modelo esencial es adecuado a la comunicación y la revelación. Soy abierto, a plena vista, nacido para la compañía y la amistad”. Este comportamiento se entrena, y uno teme que esos músculos que favorecen las relaciones livianas, sin pretensiones pero a ratos placenteras, se estén debilitando demasiado y para siempre. Cada vez echo más de menos a las personas que quiero. Y cada vez encuentro más personas que me parecen prescindibles, incluso idiotas. De aquí a la intransigencia median dos pasos que conviene no dar. Convivir es aceptar a esos idiotas sin pensar que lo son, y eso exige unos sacrificios de los que estamos liberados hace un año.
En España no necesitamos tragedias para proclamar que la familia es sagrada. Por eso mismo las amistades profundas son la familia elegida, y al amigo del alma le llamamos hermano. Pero este año de congelación social quizá nos haya enseñado que el alma también necesita de ese calor tibio que proporcionan las relaciones ligeras, los conocidos, esos afectos templados que encontramos en los pasillos de un centro de trabajo, en un almuerzo o tomando una caña en un bar. Personas que no son íntimas pero a las que nos gusta encontrar, saber de ellos y compartir unas palabras sin citarnos por Zoom.
En tiempos tan airados se imponen las pasiones febriles, como si hubiera que elegir y solo pudiéramos alimentar los sentimientos más intensos. En esto nuestras vidas parecen imitar a la política, y es un error. El poeta alemán Hölderlin padeció crisis mentales durante años, pero tuvo la clarividencia de atisbar la salida de la caverna y dejó escrito en su Hiperión, o el eremita en Grecia: “el amor engendró al mundo; la amistad lo hará renacer”.