- El festival de la canción de Eurovisión siempre estuvo salpicado de suspicacias políticas. Cuando solo participaban las televisiones de Europa occidental ya se decía, un año sí y otro también, que los jurados de los distintos países tenían tendencia a votar a los estados con los que tenían afinidad, sobre todo cultural y lingüistica, aunque también histórica y geográfica, lo que siempre resultaba evidente cuando se hacía el recuento de votos.
- Todos recordamos como Portugal solía otorgar muchos puntos a España y viceversa, aunque no siempre, ya que dependía de los vaivenes de las siempre complicadas relaciones entre las dos dictaduras ibéricas. Y los países nórdicos se votaban entre sí y Alemania, Austria y Suiza entre ellos. Pero también es cierto que siempre había algunas canciones de calidad, a veces de gran calidad, y que éstas siempre solían obtener buenas puntuaciones con independencia del país que representaran.
En los años 80 el interés por el festival decayó y no se revitalizó hasta los 90 con la entrada de las televisiones de los países del antiguo bloque soviético. Por desgracia, en estos últimos veinte años se ha convertido en un paradigma de lo que es hoy en día gran parte de la cultura de masas, un continente espectacular con un contenido miserable. Se presentan puestas en escena aparatosas, incluso deslumbrantes, para cancioncillas ridículas, repetitivas, sin enjundia e incluso plagiarias. En este medio ambiente mezcla de fastuosidad vacua y nulidad artística vienen resultando casi imbatibles los países escandinavos y las antiguas repúblicas soviéticas.
Este año ha ganado Ucrania con un tema que se sale de estos módulos, ya que lo ha hecho con una canción que, al menos, sí tiene un contenido poético y alegórico, ya que refiere los recuerdos transmitidos a la cantante Jamala por su bisabuela, tártara de Crimea, de la infame deportación masiva de 1944 que padecieron los suyos y muchos otros pueblos del Cáucaso norte y zonas cercanas, como los chechenos, ingushes, calmucos, karachais, balkars y turcos mesketos, además de los alemanes del Volga, que fueron enviados a las remotas estepas de las repúblicas del Asia central, como Kazajistán, Uzbekistán y Kirguistán.
De hecho la misma Jamala nació en Kirguistán, y su família no volvió a Crimea hasta la disolución de la Unión Soviética y la independencia de Ucrania. A nadie se le escapa el significado político de la canción, titulada precisamente «1944» y cantada en inglés y en tártaro de Crimea, tras la anexión de Crimea por Rusia, que ha dejado de nuevo a los tártaros crimeos a merced de la mayoría rusa y en el contexto de la guerra secesionista de las provincias ucranianas orientales de Lugansk y Donetsk, favorecida indisimuladamente por el Kremlin.
La canción fue impugnada por Rusia, basándose en las normas del festival que prohiben los temas políticos, sin embargo la impugnación fue rechazada por el comité del festival. Resulta llamativo que su victoria se haya producido contra las dos favoritas, Rusia y Australia, por la mezcla de votos de los jurados profesionales y populares y es muy significativo que los profesionales se «olvidaran» descaradamente de la canción rusa, colocando primera a Australia y segunda a Ucrania y que los votos populares auparan a la canción ucraniana por encima de la australiana, aunque Rusia fue la que más votos populares obtuvo con diferencia, que aun así no le bastaron para superar a Ucrania.
Queda claro que sin el «extraño» olvido de los jurados profesionales de la canción rusa, ésta habría ganado el festival. En Rusia hay un enfado importante, aunque las autoridades han optado por un silencio desdeñoso y en Ucrania se ha desatado la euforia por lo que se considera un apoyo explícito por parte de Europa hacia su causa.
Así que parece que la política ha vuelto al festival de Eurovisión y lo ha hecho a lo grande, nada menos que castigando a Rusia y premiando a Ucrania, los dos estados enzarzados en un contencioso que es ahora mismo el mayor peligro de origen autóctono para la paz y la seguridad en Europa, aparte de nuestros terroristas islamistas.
De todos modos, los países europeos y la Unión Europea en su conjunto deberían saber que irritar a los gobernantes y ciudadanos rusos no suele servir para que modifiquen su actitud, a no ser para cerrarse aun más en sus posiciones. Ya se ha visto el nulo efecto que las sanciones económicas han tenido sobre la posición rusa en el conflicto ucraniano. Solo una negociación que tenga en cuenta los intereses de todas las partes, que satisfaga las legítimas reivindicaciones de la población rusófona del este ucraniano pero que también, por supuesto, garantice la integridad territorial de Ucrania, podrá, en último término aportar una solución productiva y duradera.