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Trump y otros locos

martes 11 de septiembre de 2018, 03:00h

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En los últimos días dos publicaciones, muy distintas pero complementarias, han puesto al descubierto el caos imperante en el círculo más cercano de colaboradores del presidente Trump. Si bien no han causado demasiada sorpresa, ya que algo así venía intuyéndose por el propio desempeño público del personaje, sí resulta inquietante comprobar hasta qué punto el país más poderoso del planeta está dirigido por un individuo inestable, despótico, contradictorio, voluble, agresivo, imprudente e irreflexivo.

Se trata del libro “Fear” (Miedo), de Bob Woodward, periodista de inmenso prestigio que destapó junto a Carl Bernstein el escándalo Watergate que acabó con la presidencia de Richard Nixon, y una carta anónima publicada por el New York Times, cuyo autor sería un alto funcionario de la actual administración. Hay quien ha criticado la publicación de esta carta, arguyendo que un diario serio no debería aceptar escritos anónimos críticos con la más alta magistratura del país. El director del diario, sin embargo, ha declarado que sí conoce la identidad de quien ha escrito la carta y que su nombre no se hace público precisamente para protegerlo de las indudables represalias a las que sería sometido por el iracundo presidente.

Ambas nos muestran como los miembros del gabinete presidencial, del gobierno y los directores de las principales agencias federales, viven en un sobresalto permanente, siempre pendientes de los bruscos vaivenes del presidente y con miedo, no tanto personal, que también, como sobre todo a las consecuencias de las decisiones cambiantes e inesperadas de Trump, que es capaz, como sabemos, de desdecirse de un acuerdo al que acaba de llegar con Canadá, vía tuíter desde el avión presidencial, por un simple calentón provocado por unas declaraciones del premier canadiense, que el exaltado personaje interpreta como ofensivas.

También queda claro en ellas que la personalidad del presidente Trump se caracteriza por el caos, la impulsividad, la volatilidad, el maltrato la humillación y la falta de lealtad a sus colaboradores, la falta de respeto a ningún principio coherente, la querencia hacia dictadores como Putin o Kim Jong-Un, el desprecio a los aliados tradicionales, el aislacionismo que deriva en la retirada de Estados Unidos de organizaciones, acuerdos y tratados internacionales que ellos mismos habían contribuido decisivamente a establecer, la sustitución de la negociación por la imposición y, en definitiva, por la más absoluta amoralidad, entendiendo como tal la falta de apego a ningún principio ético ideológico ni democrático que considere que se opone a su conveniencia y voluntad.

Asimismo se destaca que muchos de este grupo de altos funcionarios y responsables se han conjurado para contrarrestar las decisiones más peligrosas o dañinas del presidente, entendiendo que su lealtad primera es hacia el pueblo estadounidense.

Otro libro publicado estos días, escrito por Madeleine Albright, que fue secretaria de estado (ministra de asuntos exteriores) de Bill Clinton, incide en el tema de los líderes populistas y autoritarios. Se titula “Fascism” y es un relato de la ascensión de los fascismos en el siglo XX, pero también de los peligros de la proliferación actual en muchos países democráticos de gobiernos que conculcan su principios y ponen en riesgo la salud de la democracia. Albright, que sabe de lo que habla, ya que tuvo que huir de su Checoslovaquia natal tras la invasión por la Alemania nazi, nos advierte del riesgo al que estamos expuestos en muchos países democráticos.

El ascenso de líderes y partidos políticos de extrema derecha, que niegan ser fascistas pero que en muchos aspectos se comportan como tales, ha encontrado un terreno abonado en la connivencia de algunos partidos conservadores, en muchos casos infiltrados por elementos ultras, las crisis económica y de refugiados, la debilidad de los partidos tradicionales y la ausencia de líderes creíbles. Todos estos políticos autoritarios antidemocráticos se caracterizan por negar legitimidad a los adversarios, abominar de la diversidad, interferir en la separación de poderes, atacar a la prensa libre, excepto a los medios afines y sumisos, con voluntad de someterla o acallarla, provocar violencia, cuando menos verbal y alimentar un ultranacionalismo con un enorme componente racista y xenófobo.

En 1969, en plena Guerra Fría, la humanidad convivía con el riesgo permanente de una confrontación nuclear de consecuencias cataclísmicas. El mundo estaba dividido en dos bloques y el equilibrio se mantenía por la doctrina de la destrucción mutua garantizada, que implicaba que ninguna de las dos partes iba a poder ganar la guerra, al contrario, todos iban (íbamos) a perder y lo único que quedaría sería un largo invierno nuclear y la vuelta de la especie humana, suponiendo que quedaran supervivientes, a la edad de piedra.

Ese mismo año el grupo King Crimson publicó su primer álbum, In the Court of the Krimson King, en el que destacaban dos canciones distópicas, “Twentieth century squizoid man” y “Epitaph”. Las letras de ambas, y del resto de canciones, eran de Pete Sinfield que habitualmente utilizaba elementos surrealistas y psicodélicos, pero que en estas dos piezas añadió una visión desesperanzada del futuro. De hecho, dos de los versos finales y el primero del estribillo de Epitaph rezan así:

“ veo que el destino de toda la humanidad”, “está en manos de locos”, ”confusión será mi epitafio”.

Sin embargo, la talla política de muchos de los líderes del momento era infinitamente superior a la de los actuales. En muchos países democráticos, sobre todo europeos, había en el gobierno y en la oposición gente como Pompidou, Miterrand, Harold Wilson, Willy Brandt, Olof Palme, Enrico Bérlinguer o Aldo Moro, por citar solo algunos.

Hoy en día, por desgracia, casi no hay líderes dignos de tal nombre. El ascenso de políticos antidemocráticos y autoritarios que corrompen las estructuras democráticas de sus países y aspiran a un poder sin control, como Putin, Erdogan, Orban, Salvini o el propio Trump, caracteriza el panorama político mundial actual. Allí donde hay un sustrato democrático sólido y unas instituciones fuertes, como Estados Unidos, el sistema resistirá, pero donde la tradición democrática es débil, como en Rusia, Turquía o Filipinas, la caída en la autocracia puede ser inexorable.

Paralelamente, en muchos países europeos, se está produciendo un incremento electoral imparable de partidos de extrema derecha, que niegan ser fascistas, pero tienen algunos comportamientos de tendencia claramente autoritaria. Ya están en el gobierno en Hungría, Polonia, Austria e Italia y amenazan con llegar en Francia, Finlandia, Suecia, Dinamarca y Holanda, además de haber alcanzado una gran influencia en Alemania, donde han condicionado el programa electoral y la acción de gobierno de la CDU de Ángela Mérkel.

En los últimos tiempos se han diseminado, sobre todo por las redes sociales, algunas frases atribuidas a algunos autores de prestigio que resultan ser apócrifas. Churchill no dijo “los fascistas del futuro se llamarán a sí mismos antifascistas”, tampoco Saramago dijo algo parecido que se le adjudica, ni tampoco que “el peor error es tener delante el fascismo y no verlo”. Sin embargo, que estas frases sean apócrifas y anónimas no significa que carezcan de sentido, que no describan lo que se está produciendo ante nuestros ojos. El autoritarismo, llámese como se llame, está en plena ascensión y lo está en un mundo mucho más fragmentado y desestructurado que hace cincuenta años, con muchos más actores erráticos y con mucho más armamento descontrolado o en poder de países, organizaciones o individuos imprevisibles.

El futuro de la humanidad está en estos momentos, al menos en parte, en manos de locos.
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