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Tomasín

lunes 17 de agosto de 2015, 17:29h

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He tenido la ocasión, hace unos minutos, de establecer contacto con un ejemplar de bebé de apenas dos meses de vida. Se llama, oficialmente, Tomás; pero claro, siguiendo la maravillosa costumbre de ejercer los diminutivos sobre todo aquello que representa lo minúsculo, su nombre se ha convertido en Tomasín que, por otra parte tiene mucha más gracia que su original. Además, por el momento, el niño no acaba de ser consciente del modo en que la sociedad le reclama y, por lo tanto, no tiene motivo de queja alguna.

A Tomasín se le ve calmosamente feliz: es robusto (sin ninguna exageración), posee una facciones netas y bien construidas y su expresión general refleja una cierta tranquilidad, por lo menos durante mi entrevista. Otra cosa debe ser el estado de nerviosismo latente que demuestran los bebés cuando sienten el lícito deseo de alimentarse, sobre todo cuando esta apetencia natural – con sus lamentables berreos-  surge en medio de la noche, cosa que provoca una sensación de pánico en los progenitores, contagiándoles de los síntomas clásicos del “síndrome de Estocolmo”.

Tomasín refleja un estado de ánimo impecable. Se diría que la parsimonia le ofrece un rostro incontestablemente plácido; da la impresión de haber superado ya el terror acaecido durante su salida al mundo exterior, procedente de un medioambiente cálido y confortable; el cambio que se le presenta –respecto a su anterior situación- es especialmente negativo.

Sus microextremidades se balancean suavemente como los rabos de las terneras que pacen, casi ausentes de su entorno, en los campos de hierba fresca. No fija, todavía, la vista en nada concreto, factor que le permite deambular, sin prisas, alrededor del mundo que le rodea. Todo en él es ternura y bondad y su faz refleja, afortunadamente, una paz casi utópica. No sabe nada de nada; no conoce; su ignorancia es supina lo que le permite aparentar, sin tapujos, el desinterés que sentimos los adultos por el género idiota. Tomasín se encuentra al margen de aquellos cabezas de haba que pretenden girar campos de fútbol, de los que ejercen el terror bajo excusas fanáticas, de los que roban y matan, de los que fomentan el odio y de algunos inspectores de Hacienda.

He intentado, en vano, iniciar una cierta conversación pero su desgana por tamaño dislate me ha hecho retroceder en mi acción. Es un bebé guapo y sano y, supongo, que no le apetecía para nada entablar un diálogo con un viejo inconstante y decrépito. Hace bien, el niño.

Al regresar a mi morada – poco después de este breve encuentro emocional- he tenido dos sensaciones: primera, el mundo sigue y la existencia de congéneres como Tomasín alegran la convivencia al resto de mortales, o sea que ¡bienvenido, nene!; y segunda, un servidor se halla en pleno descendimiento de la curva vital, cargado de prejuicios, con una vida ya solo de recuerdos y vivencias y con un reloj de arena en la pulsera.

Será que en agosto me amostazo más de lo habitual. En cualquier caso, mirarle a Tomasín a los ojos, es contemplar en un espejo el retorno a la felicidad.
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