Recientemente me he mudado y desde mi nuevo balcón observo cada noche al vecino de la finca de al lado que, tras lo que parece ser un día largo y aciago, y tras haberse acostado su mujer y tres hijos pequeños, se planta durante horas a oscuras delante de la televisión.
Lo que parece ser el momento de la desconexión mental se convierte en todo lo contrario. Su mente conecta y se dopa con multitud de estímulos visuales y auditivos de todo tipo.
Lo veo en el reflejo de su cara hipnotizada con la luz multicolor intermitente que emana del aparato. Y me pregunto por la información que estará absorbiendo mi vecino, sobre quien no conozco ni su nombre.
Los programas del prime time y late night están plagados de contertulios sabelotodo, muchas veces sin formación básica, que opinan sin rubor sobre lo que se les eche.
Lo peor no es lo que dicen algunos de estos expertos en todo o todólogos (hoy vulcanólogos, ayer ufólogos, antes de ayer meteorólogos, mañana vacunólogos y pasado mañana criminólogos) sino lo peor es que sus opiniones sienten cátedra. Y lo hacen. Las tertulias de café o peluquería dan fe de ello.
Muchas opiniones dan patadas a las enciclopedias y otras rozan los delitos de odio. Otras carecen, no ya de un mínimo rigor científico sino de un mínimo de conocimientos que harían sonrojar a un estudiante de primaria. Y como lo que suelen tener delante es un moderador todavía con menos idea, incapaz de detener, modular o corregir lo que sale de la boquita de estos expertos en todo, pues todo vale y ahí queda. Y mi vecino lo hace suyo.
Sin fricción entre el emisor y el receptor, el mensaje llega puro desde el televisor hasta el consciente y el subconsciente del incauto observador.
En estos días, ver la televisión sin filtro es nocivo para la mente. Y digo en estos días porque ya quedaron atrás aquellos tiempos en los que podíamos ver debates de calidad con ideas enfrentadas como en el programa La Clave, o apariciones de personas críticas con el sistema y bien documentadas como cuando Daniel Estulin apareció en TV3 (eso era una televisión pública) hablando del avión desaparecido en aguas del Pacífico porque en él volaban dos coinventores de una importante patente junto a uno de los Rockefeller que quedó en tierra.
Aquello era tele plural y de calidad. Mi vecino hubiera aprendido a tener un espíritu crítico de verdad. Pero llegaron La Sonrisa del Pelícano de Pepe Navarro y su rival Crónicas Marcianas, la de Sardá, no la de Bradbury, y cambió todo. La telebasura nocturna con opinadores de todo se iba haciendo un hueco en nuestras casas. Personajes como Ramoncín, Yvonne Reyes y la incombustible Paz Padilla (la del Oritrón) se dedicaban a verter opiniones sobre cualquier cosa. Y sentaron cátedra. Eran los primeros todólogos.
Bajo un paraguas de televisiones privadas dominadas por cuatro poderosas familias a nivel mundial que, además controlan el mercado de los alimentos (transgénicos o no) y las grandes farmacéuticas y son la voz de su amo ¿qué espíritu crítico va a desarrollar mi vecino? Pronto comerá hamburguesas sintéticas e insectos tostados porque no contaminan como las vacas y se inocularán por enésima vez sin cuestionarse por qué suben las muertes sin causa aparente.
Y con unas televisiones públicas que han perdido la oportunidad de erigirse como entes de servicio público en busca de la verdad y, por el contrario, han optado por el entretenimiento a base de programas sobre el mar y el campo, sin debates de posiciones enfrentadas con la versión oficial, mi vecino se queda sin opciones de forjar su espíritu crítico. Solo espero que ya venga enseñado.
No es de extrañar el reciente estudio del que se hacían eco algunos medios oficialistas de tirada nacional, que afirmaba que los españoles estamos en la cola de países con espíritu crítico.
Lo grave no es escuchar a los todólogos que, por ejemplo, en un mismo programa son capaces de espetar afirmaciones en alusión a los no vacunados como: “Propongo como pedagogía darles dos hostias” (Manuel Lago, de profesión todólogo); “hacemos vida normal entrando en cines y restaurantes y mira que bien y vosotros no podéis,… y no debéis” (Anabel Alonso, actriz y todóloga); “les empezamos a poner una pegatina y los vemos por la calle y decimos ¿a ti qué te pasa?” (Risto Mejide, gafólogo y moderador de todólogos), no. Eso no es lo más grave. Lo peor es que esos mensajes hacen mella en la mente de muchos que creen desconectar de su jornada laboral a esas horas y lo que hacen es conectar con esa caja que nada tiene de tonta porque está programada para adoctrinar. Si no, ¿a qué se debe que no se recojan opiniones diferentes a la oficial aunque vengan avaladas por importantes expertos? A éstos ni los invitan y, si alguna vez lo han hecho, a los pocos minutos del debate, los contrarios se han levantado y se han ido.
Hablando de todólogos. Compartiendo podio con el presidente de Cantabria Miguel Ángel Revilla, mi favorito es el polifacético Doctor Carballo, jefe de urgencias del Hospital Ramón y Cajal que ha sido muy beligerante en pro de las vacunas y las mascarillas pero que al ser preguntado si iba a vacunar a sus hijos dijo que no lo iba a hacer. Así sin despeinarse. Que iba a esperar a ver qué pasaba con los otros niños. Después de la murga que ha dado.
El urgenciólogo y todólogo ha opinado en todos los canales privados de este país y lo ha hecho sobre la pandemia, sobre el volcán de la Palma, sobre el conflicto ruso-ucraniano y recientemente sobre series de Netflix.
Ya está bien de hacer crecer la audiencia en base a incautos que acuden a programas de prime time para desconectar, o más bien doparse, y reciben dosis de desinformación con opinadores de medio pelo. Las televisiones no deberían dar pie a fomentar el odio o para adoctrinar a la audiencia. Aunque lo triste es que tienen demanda. De ahí su audiencia que les hace subsistir año tras año.
Si quieren desconectar, mejor, pongan películas del oeste porque hasta las series de Netflix están cargadas de primados negativos y mensajes subliminales que condicionan nuestras mentes en interés de sus dueños que, por cierto, son los de siempre y nos quieren dóciles y mansos. Sin un espíritu crítico que cuestione sus intenciones.