Desde mi más tierna juventud -que la tuve, sí, en su momento, aunque parezca mentira- he sido un ferviente y leal partícipe de aquello que se viene en denominar como pequeño comercio, representado fielmente por aquellas tiendas en las que se venden productos de todo tipo y condición. En algunas, el género es diverso y disperso; en otras, existe una cierta especialización.
Las tiendas de este tipo suelen estar regidas y atendidas por pocas personas; en muchos casos, su relación es familiar o casi, es decir, con algunos dependientes que conducen la atención a sus clientes desde un tiempo ya lejano.
Cuando uno hace su entrada en un comercio de estas características se siente -desde el primer instante (expresión que actualmente viene substituida por la sudada "desde el minuto uno)- sumido en un goce muy particular. Se sabe, por ejemplo, que será mimado sin excesivas reverencias, que será atendido con el tiempo requerido, sin prisas pero sin pausas, que la conversación entre cliente y vendedor puede derivar desde la concreción del objeto deseado hasta el despiste generalizado que incluye un ensayo destinado a arreglar el mundo.
En los casos en que dependiente y posible comprador comparten una relación de una cierta temporalidad, se produce un fenómeno absolutamente civilizado: el cliente tiene la certeza de que nunca va a ser engañado; el dependiente sabe perfectamente que el servilismo no produce más beneficios sino que asusta al cliente y lo coloca en una situación comprometida.
El ambiente que se masca en estos templos de convivencia pacífica es humano y tiene su punto de ternura; se trata de agradarse mutuamente y de respirar mediterráneo. Finalmente, nos encontramos ante uno de los pilares que sustentan nuestra tan querida y antigua civilización: mercaderes y ciudadanos; árabes, fenicios, judíos, cristianos, griegos o romanos. Todos huelen a un mismo mar. Las reglas son comunes.
Bajando a la pura realidad, van quedando pocos, muy pocos, resquicios del entorno sobre el que escribo estas notas añejas y, probablemente, descolocadas. En los centros de las grandes urbes, las multinacionales y sus franquicias ocupan ya casi la totalidad de los espacios comerciales. Globalizados estamos. Me produce una gran desazón e insatisfacción observar que en las calles de Amberes, Turín, Barcelona, Frankfurt o Palma la estética se rige por los mismos conceptos y se mantienen semejantes criterios, perdiéndose cualquier forma de diferencia e identidad propia. En los aledaños de las ciudades, en sus pedanías, se concentran los "cafarnaúmes" de enormes dimensiones: los grandes monstruos de la frialdad y de la nada: la nula sociabilidad: los enormes centros comerciales o hipermercados gélidos y desangelados a pesar de las multitudes solitarias que pululan en sus interiores Los enormes carritos y cajeras despersonalizados, deshumanizados, "destodo".
Compro el vino, todavía, en una de estas tiendas-bodegas de toda la vida. Un par de progenitores y un par de hijos, hermanos entre ellos. Una delicia de trato: buen humor, simpatía y agradabilidad, atención muy personal pero discreta, aroma entre fermentación y humanidad, desorden muy ordenado y precios absolutamente agradables; no he dicho baratos, claro. El otro día, sin más, sin celebración especial, nos obsequiaron a los clientes con una copa de cava. Ningún motivo más que el hecho de que estaban contentos.
Nosotros, los clientes, también. Felicidad comercial.