¡No se lo pueden perder! Se lo ruego, háganme caso. Me lo agradecerán mientras vivan y, con toda probabilidad, durante el sueño eterno.
De entre toda la múltiple variedad de humanos que aparecen regularmente en la pequeña pantalla, existe un personaje que, ultrapasando el delirio, deja en evidencia al resto de la fauna televisiva.
El individuo en cuestión se presenta bajo el sonoro nombre (o mote, o apodo) de Sandro Rey. Su aspecto físico es enormemente fácil de reconocer: se trata de consultar un par de libros de Historia del Arte, buscar algunas pinturas de Zurbarán y de El Greco y realizar una sencilla mezcla entre la figura de Cristo vista a través de los ojos de esos extraordinarios artistas y la representación que han trazado siempre los americanos de un indio comanche en sus famosos westerns. Ya lo tienen retratado.
Una vez observado este icono, le adicionan un rostro impenetrable, unos ojos a medio camino entre la exaltación y la locura de Erasmo de Rótterdam, un apéndice nasal algo más que prominente o aguileño, le añaden una pizca de algún psicotrópico que tengan a mano y obtendrán su imagen robot. No se esfuercen más.
Sandro Rey “actúa” cada noche y a cara descubierta. Comparte decorado con dos elementos fundamentales en todo programa que se precie: una escultura de San Miguel Arcángel y una palmatoria con vela encendida. Recibe llamadas telefónicas y las atiende con frialdad, trascendentalismo de línea dura, y pestañeando con ardor. Previene, adivina, predice, visiona, describe…todo.
No se le puede engañar; no juega. Se cabrea con pasmosa facilidad y sus reacciones son de lo más estricto, sin eufemismos, sin parábolas. En el último espacio que tuve el inmenso placer de contemplar, un iluso le proporcionó un nombre falso y una procedencia imposible. Dijo algo así como “mi nombre es Elpidio y llamo desde Valladolid”. El brujo, sin levantar una ceja, le comentó que era imposible que telefoneara desde la ciudad castellana, ya que su emisión cubría solamente Baleares y Cataluña. El bromista le replicó entonces que su llamada era una coña marinera, a lo que el “profeta” –sin desintegrarse y con un aplomo estilo Cospedal – le replicó textualmente: “mire usted, ¡a tomar pol c… dos veces, idiota”! Y se quedó tan ancho.
Con las llamadas rutinarias, sus despedidas siguen siempre la fórmula de coger un papelito, incendiarlo con la vela y desearle al pobre incauto “bendiciones”.
Insisto: no se lo pierdan por nada del mundo.
De lunes a viernes, entre las once y media y las doce de la noche en no sé qué canal. Búsquenlo, zapeen: tiene más morbo y se añadirán un mérito personal.
¡Bendiciones!