Me molestan, especialmente, las entrevistas realizadas por periodistas agresivos. No las soporto: me ponen enfermo.
Me estoy refiriendo a aquellas interviús en las qué, en una etapa previa, antes de realizarlas, la persona que debe actuar como “entrevistador-interrogador” se instala en un razonamiento tal como así: “a mi, este tío o tía (refiriéndose al entrevistado) no me la pega. No me va a pisar. ¿Qué se ha creído? ¡Se va a enterar de lo que vale un peine! Si piensa que yo -después de hacer el gilipollas en Ciencias de la Comunicación, durante cinco años (bueno, en realidad seis, porqué en segundo, el profesor de Historia de la Comunicación la tomó conmigo y me hizo la vida imposible)-, voy a quedar relegado a un simple comparsa en la entrevista, ¡va fino el tío! Si por otro lado, este desgraciado pretende utilizarme como mero mensajero, para que yo reproduzca el relato que le gustaría expandir públicamente…¡va listo! Además, yo se cosas de este individuo que él no sabe que yo las se y en cuanto abra la boca se las voy a soltar, como quien no quiere la cosa. ¡Qué tanta diplomacia y tanta historia! El personal, el público, la gente quiere sangre y, si puede ser mezclada con hígado, pulmones, y otras vísceras, mejor que mejor. “Esto vende, siempre me dice mi jefe”. Mi director siempre me repite que tengo que demostrar mi fuerte personalidad y toda mi virilidad en cada una de las preguntas; herir con la lanza más aguda y regodearse en el arañazo, allí donde más le duela al entrevistado; ese es el secreto. El público –sea lector, oyente o telespectador- ya conoce el juego y lo está esperando, deseando…; precisamente, este mismo público compra nuestro periódico (o ve el programa o lo escucha) para refocilarse en medio del fango y la inmundicia. Si no fuera de esta guisa, la gente compraría estampillas de San Pancracio y aquí paz y después gloria. Todos estos criterios son compartidos por mi director y, por descontado, mi editor y mi empresario. Hasta aquí llega mi deontología profesional periodística”.
O así lo ve el periodista agresivo. Y son unos cuantos.
Así pues, ésta suele ser la reflexión íntima y personal que realizan determinados “trabajadores de los medios de comunicación” (como les gusta citarse), justo antes de enfrentarse a un personaje que, humildemente, cree que le van a poder preguntar cosas interesantes, relacionadas con su carrera, oficio, o beneficio y que, sus respuestas podrán ser consideradas atractivas y sugestivas por una mayoría de personas que tendrán su eco a través de esta entrevista; es decir, el público a quién se debe el entrevistado.
El resultado final que produce este tipo de encuentros suele ser demoledor para el personaje interrogado; definitivo, una auténtica patada en los atributos, con todas sus consecuencias –generalmente nefastas- previsibles e imprevisibles.
Como colofón de este escrito, permítanme que les cuente un ejemplo real, sucedido hace ya unos cuantos años, en una entrevista, publicada en un periódico de ámbito español, realizada por uno de estos entrevistadores altamente morbosos merced a su conocida y “graciosa” animosidad y agresividad hacia sus personajes “víctimas”.
Se trataba de entrevistar a un cantante muy, muy conocido y muy querido por el público, supersimpatiquísimo, con una lista en su haber de unas cuantas canciones de esas que todos nos sabemos de memoria; temas archifamosos como “para que no se olviden”. El hombre, atravesaba un momento difícil en su carrera profesional y personal y, con el objetivo de levantar el vuelo, editó un reciente disco. La entrevista, pensaba el pobre, iluso, podía conseguir un efecto reconstituyente para el cantante, además de una positiva publicidad para la venta del disco.
Para no alargarme, únicamente voy a transcribir –literalmente- algunas de las preguntas (sólo las preguntas, claro) que, en aquel encuentro se le realizaron al famoso cantante. Ustedes mismos, sagaces lectores, ya verán el percal:
- “Lo veo como hundido: ¿va a salir de ésta?”
- “¿No cree que la competencia –con unos magníficos cantantes actuales- le está dejando aislado?”
- “¿No será que le queda menos voz y presencia para continuar su trayectoria artística?
- “¿No se siente un poco ridículo, encima de un escenario?”
- “Dígame, francamente, cuando usted se mira al espejo, en la soledad de su casa, ¿no se dice, a si mismo, que sólo le queda la nostalgia?”.
Se olvidó una pregunta, quizás porqué se le acabó la tinta, el papel, o el tiempo: “Disculpe, le molesta que le llamen hijo de la gran puta?”.
Sólo había una persona famosa a quién nunca le burlaron con una entrevista de este estilo: Rosa María Sardá, desgraciadamente fallecida en este final pandémico de una primavera confinada. La Sardá era mucha Sardá para que un imbécil le intentara levantar la blusa. Si se hubiera dado el caso, el cachorro de la idiotez periodística hubiera sucumbido en medio de sollozos cobardes. Con el variable humor de la gran actriz nadie se atrevió.
Y la base popular sigue pidiendo sangre. ¡Ay, la especie humana!