Hay un viejo refrán castellano que dice que quien hace la ley hace la trampa. Y, haciendo gala de esa pillería tan hispana, los representantes de la soberanía popular llevan el sabio refrán hasta sus últimas consecuencias, sobre todo cuando hablamos de irse de puente, momento en el que los diputados dejan atrás las caras compungidas, los rostros serios y las declaraciones institucionales para lograr un objetivo común: Abandonar el Congreso de los Diputados lo antes posible para poder disfrutar de esos días de asueto, lejos del –seguro- extenuante trabajo que deben realizar en la sede de la soberanía popular.
Así es, aunque parezca imposible. Los políticos conservan intacta esa capacidad de provocar vergüenza ajena y, como si de una escena del camarote de los Hermanos Marx se tratase, los ciudadanos nos vemos obligados a observar su lamentable huida, maleta en mano, el día antes del puente de todos los Santos. Es curioso cómo, en esa carrera, todos parecen olvidar sus diferencias ideológicas y se dedican a intentar salir los primeros del hemiciclo, recordando dramáticamente a la entradilla de los Simpsons, en la que todos los niños abandonan corriendo la clase cuando suena la campana.
Este tipo de detalles no hacen sino confirmar lo que los ciudadanos ya sabemos: a los políticos les importamos menos que nada. Sólo buscan perpetuar su estancia en el poder para poder disfrutar largamente de sus privilegios. Todo es una especie de función en la que todos asumen su papel cara al público y, cuando se cierra el telón, brindan juntos por una democracia que les ha venido francamente bien.
Entretanto, el ministro Wert seguía consagrándose como la “Magdalena Álvarez” del PP, volviendo a meter la pata una vez más, esta vez con las becas Erasmus. El toque le ha llegado hasta de Bruselas, donde tienen que estar realmente impresionados con nosotros los españoles. Deben pensar que, aunque les costemos dinero con los rescates y esas cosas, al menos les entretenemos.
Y, claro, Rajoy encantado porque con la de veces que Wert mete la pata él evita desgastarse y sigue a la suyo, callado y fumándose un puro. Y si habla lo hace con ese galleguismo tan suyo (si, no, puede ser, dígamelo usted) y sigue sin decir nada. Entretanto, Rubalcaba sigue tratando de convencer a alguien –incluso a él mismo- de que es una alternativa fiable, aunque padece de una ceguera que está socavando su fama de estratega astuto y calculador. Va cuesta abajo y sin frenos y nadie le dice nada.
Igual que España.