Soria, sus tierras, sus campos, su todo, es uno de los rincones más bellos del mundo. Esta aseveración tan rotunda no admite —bajo ningún concepto— discusión alguna. Queda dicho.
Dejó escrito para la posteridad el gran Antonio Machado, sevillano que residió durante cuatro años en Soria y conoció a su gran amor Leonor Izquierdo.:
En la tierra de Soria, árida y fría.
Por las colinas y las sierras calvas,
verdes pradillos, cerros cenicientos,
la primavera pasa
dejando entre las hierbas olorosas
sus diminutas margaritas blancas.
Con este excelso poema debería cerrar este mi humilde papel. No obstante, mi mente se manifiesta abierta y mi espíritu libre como para intentar rematar mis sensaciones respecto a este fabuloso rincón del planeta.
Pasear una cualquiera mañana de abril, durante las primeras luces del día, por un caminito alegre y lozano, rodeado de un verde luminoso y brillante y junto a limpios pinares que cobijan un riachuelo repleto de reflejos de frescura y sana humedad... pasear, decía, atravesando un paisaje que transmite bucolismo y belleza emocional, es un auténtico delirio humano; una especie de resurrección vital que obliga al paseante a rendir cuentas a un dios desconocido, motor y creador de tal abundancia cromática y civilizada.
Les estoy hablando, en concreto, de la Cañada del Rio Lobos, espacio localizado en la provincia de Soria jugando con la frontera burgalesa. Les estoy hablando, escribiendo, ante un paraje, un panorama que no es más que el triunfo del Cosmos ganador en su feroz batalla contra el Caos: las tinieblas, el no-ser, el vacío más oscuro y profundo, el terror y la catástrofe eterna. Es la victoria de la luz, de la verdad, de la virtud, de la clarividencia; en definitiva, de la Vida, así, tal cual, en mayúscula.
El silencio que envuelve al caminante es una señal inequívoca de la realidad transformada en paz y sosiego; solamente, el divino sonido que emana del saltar joyoso del agua por el río y el ligero crepitar de algunas hojas de pinos y encinas al frotarse con un suave vientecillo que da forma a un aire puro y oloroso.
A muy poca distancia de este excepcional paisaje, perfectamente encajado por altas peñas, decoradas con viejas cuevas y ventanales rocosos que dan a la nada, al cielo lejano, se encuentra una villa noble y serena que, de la piedra tosca ha hecho un monumento a la ciudadanía, al trabajo, al comercio, al estudio, al conocimiento y a la busqueda de la tranquilidad cívica: Burgo de Osma.
Se trata de una ciudad construida a escala humana, habitable en todos los conceptos del mejor urbanismo, limpia y aseada como pocas. Sus calles respiran un aire basado en la tranquilidad, la laboriosidad constante y el servicio al ciudadano. Muchos de sus edificios antiguos muestran el respeto inmaculado de los burgenses hacia la belleza noble, el buen-hacer y el orgullo de pertenecer a la raza de personas que basan en el civismo su forma de vida. La Cultura (también en mayúscula) se expande por sus calles y plazas, dando lugar a un gran respiro de civilización e historia.
Sentarse en un café de la Plaza Mayor con el simple deseo de vaciar la mente y observar ancianos y niños con sus respectivas evoluciones ociosas, viene a ser un placer único inestimable.
Lo dicho: nos referimos a unas tierras sencillas repletas de humanidad y belleza. ¿Se puede pedir más?