En algún lugar leí que en donde abunda el peligro crece también la salvación, y entiendo, sincera y personalmente, que ese lugar coincide en el PP de hoy. Superada una primera fase de esa carrera congresual, estamos a la puertas del ballotage, la segunda vuelta, en la cual, producido el descarte de candidatos, se tendrá que elegir efectivamente. Esa es la gran autenticidad de la segunda vuelta; la elección entre dos verdaderos candidatos, desechados los restantes.
Y en ese punto, analizar la fuente de los votos resulta un tanto innecesario. Absurdamente, la militancia, vencida la primera vuelta, queda relegada en la segunda a ser simple espectadora. Espectador que ha dado su confianza a un compromisario que, en modo alguno, tiene por qué sentirse esclavo de la mano que le ha elegido. O sea, puede producirse la gran contradicción de que, en una Comunidad en la cual ha ganado el candidato A, los compromisarios voten al candidato B. O viceversa, sin dejar de lado que un porcentaje elevado de tales compromisarios lo son de forma nata. O sea, que el monolítico aparato puede, perfectamente, dominar el resultado de esa segunda vuelta. Sinceramente un absurdo típico del monolitismo de un zar que domina el aparato.
En ese escenario tan predispuesto al peligro de la victoria del nepotismo, sin embargo, ha surgido esa «salvación», aspirando a alcanzarla mediante la victoria facilitada por el militante, el simpatizante, el nostálgico de un partido político con más idea que el alcance del poder. El discurso ya no tiene un trasfondo puramente personal — «soy mujer y puedo ganar a Sánchez» —, sino que, dejando de lado temporalmente a la persona, se ha fundido con la palabra, con el concepto, con la razón de gobierno. Para la «salvación» en modo alguno ha llegado «el momento de que una mujer sea presidente del Gobierno», rememorando con tal proposición a una fracasada Hillary ante un Trump con nula experiencia política.
Contemplar la escena de Sánchez y Torra de paseo por la Moncloa, es rememorar el gran fracaso de quién presume de poder vencer al primero, cuando ha sido derrotada por el segundo. Recorrer el paisaje de los resultados del «peligro» es comprobar que el votante del PP no confía en ella; donde ganó la ex, fue donde pierde el PP. Algo está en contradicción entre el favorable a Santamaría y el PP. Y mientras la ex vicepresidente — arropada por la cúpula del fracaso — nos habla de un esperanzador futuro, echar la vista atrás y contemplar los años de su gobierno no produce sino repelús. Por descontado que de centro derecha ni se atreve a hablar, ni de bajada de impuestos, ni de las cincuenta medidas impositivas del gobierno, ni de remoción de la leyes sociales de ZP, ni de la operación diálogo en Cataluña, ni de un referéndum « inexistente » que se ha convertido en el adalid del separatismo, ni del estado de desprestigio de España en Europa, ni de pasividad ante desaparición de la enseñanza del castellano en Cataluña o en Valencia, ni del incremento del aparato del Estado. Eso es el pasado de la ex vicepresidente, con un presente más satánico, todavía; TVE en posesión podemita, el CIS en manos de la ejecutiva socialista, los separatistas presos a punto de ser liberados, los presos etarras a un paso de regresar a sus casas, el Parlamento catalán recuperando las leyes inconstitucionales y el DUI, los mossos pidiendo armas largas para luchas callejeras, los profesores catalanes en plan adoctrinador con lazos amarillos, y las embajadas catalanas reabriéndose con dos pares, mientras Torra reclama la república catalana, naturalmente sin pagar la deuda. Ese es el presente de una gestora que ahora presume de buen gobierno. Y lo hace en los canales, en los periódicos, en las emisoras que durante años la han mantenido entre algodones en correspondencia a sus favores.
Y todo lo anterior, sin una sola idea, sin un solo principio que no sea mantenerse en el poder por cualquier medio, con cualquier instrumento, incluido el deshonor de no defender lo español. Estamos a las puertas de comprobar cómo el delito de sedición, de rebelión queda impune en España, cómo un verdadero racista exija que el presidente del Gobierno del Reino de España le visite en su palacio barcelonés; cómo los insultos a todo lo español no obtenga ninguna defensa del Gobierno, y , por encima de todo ello, que más de cuatro millones de catalanes sean abandonados a su suerte por la ambición de una mujer que rige sus actos por los mandatos de una secta que arrincona todo cuanto represente valor, principios, moral, ética, humanidad, liberalismo, razón, familia, competencia, emprendimiento, educación, urbanidad, defensa de la vida, convivencia en respeto. En todo lo anterior se halla resumida la «salvación» ante el «peligro» de seguir fabricando una sociedad anclada en la desidia y en el consentirlo todo, sea lo que sea. Ha llegado un momento en que, no podemos permanecer impasibles ante todo cuanto vivimos, ni podemos consentir que socialismo, marxismo, sectarismo totalitario, siga adueñándose de nuestras vidas, de nuestros esfuerzos, de nuestros ahorros. La sonrisa debe regresar a nuestros sentimientos, del brazo de la ilusión de recuperar una ideología política que unos ambiciosos ególatras han dejado que se pudra en la cuneta de la desidia.
Sincera y personalmente, aprecio demasiado al PP de antaño para no manifestar todo mi apoyo a un Pablo Casado que trasmite que, todo cuanto expresa y defiende, sí está anclado en su ADN político de forma profunda. Y dicha sensación hacia mucho, mucho tiempo que no la experimentaba este antiguo militante popular. Quizás haya llegado el momento de tomar como ejemplo una forma de entender la política y regentar un ideal político que supere la simple gestión, y que anuncie que sí existe otro proyecto de sociedad que puede liderar el centro derecha.