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Sexo a cambio de bondad

Por Fernando Navarro
viernes 01 de noviembre de 2024, 05:00h

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Cuando, allá por 2015, entré en política activa había un cierto afán racional. Daniel Kahneman nos explicaba los sesgos que tenemos al procesar la información, y toda una generación de politólogos escribían en Politikon. Denunciaban a los partidos que se dedicaban a fomentar el hooliganismo en vez de ofrecer medidas concretas sujetas a evaluación de resultados, y decían continuamente eso de «policies, not politics» que sólo ellos entendían. Ahora es difícil de creer, pero a lo largo del año previo a las elecciones, el equipo económico de Ciudadanos se atrevió a explicar didácticamente su programa (con propuestas concretas como el complemento salarial, el contrato único y la mochila austriaca) en tres o cuatro sesiones públicas. Luego vino la moción de censura, muchos politikones encontraron trabajo, descubrieron que lo de los sesgos y polarizar no estaba en realidad tan mal, y la cosa acabó con Pau Mari Klosé aplaudiendo de pie a Ábalos; entretanto, Ciudadanos sucumbió a la tentación faraónica y se suicidó. Todo lo que vino a continuación fue peor, porque el tímido intento racionalista fue anegado por una gigantesca ola religiosa.

De repente, volvió el pecado. Los hombres estábamos manchados con el de ser hombres, y Occidente con los de racismo, colonialismo, gordofobia, LGTBfobia y provocar una catástrofe climática. Las cosas más triviales se volvieron microagresiones, y la realidad se convirtió en un campo de minas woke que te hacían estallar si dabas un paso en falso. Vigilando todo estaban los sumos sacerdotes de la izquierda, que velaban por las mujeres, el planeta y las minorías oprimidas. Toda esa tarea requería ingentes cantidades de dinero en cursos, seminarios, observatorios, comisiones, direcciones generales e incluso ministerios. Pero, ¿quién escatimaría dinero para luchar a favor del bien? ¿Y servían para algo? Preguntar eso era absurdo: cuando los diagnósticos son mágicos no se puede aspirar a mejores resultados que los que produce la brujería. Era natural que los sacerdotes acabaran simplificando su ingente tarea en impedir que gobernara el mal, es decir, la derecha. Con eso, el principio democrático de permitir la alternancia política se subordinaba ante el principio religioso de impedir la alternancia entre el bien y el mal. Pero eso era lo correcto, ¿no?

Por supuesto, sabíamos que todo era una gigantesca mentira. Redactaron una ley para luchar contra las agresiones sexuales que puso anticipadamente en libertad a cientos de violadores, y les dio exactamente igual. Y ahora sabemos que, mientras nos convertían a veinticuatro millones de españoles en machistas potenciales, convirtieron en portavoz a uno real. Y callaron, callaron cuando las noticias empezaron a aflorar. Porque las mujeres les importaban tan poco como las minorías oprimidas o los niños gazatíes. Sólo querían enarbolar la bandera de la virtud para atizar con ella a los adversarios. Cuenta Christopher Boehm que los cazadores recolectores expulsaban de la tribu, y en casos extremos mataban, a los que se ganaban la fama de portarse mal y no colaborar lo suficiente. Así evolucionó la capacidad de interiorizar las normas sociales -una habilidad francamente útil- y su incorporación a determinadas emociones como la indignación o la vergüenza. Así evolucionó, en definitiva, la moral, y si esto ocurrió así significa que no lo hizo tanto para que su portador fuera bueno como para que lo pareciera. No deberíamos, entonces, sorprendernos mucho ante la persistencia de la hipocresía.

«He llegado al límite de la contradicción entre el personaje y la persona», dijo Iñigo Errejón en su carta de dimisión. El personaje era un avistador de patriarcados e intrépido cazamachistas, y la persona era un memo que no sabía tratar a las mujeres y dejaba un rastro de insatisfacción. Lo que Iñigo Errejón confesaba era que la cortina que separa la persona del personaje estaba a punto de correrse (discúlpenme) y de revelar a ambos en su gigantesca hipocresía. Después, como no podía dejar de ser hipócrita, echó la culpa de su incontinencia al capitalismo y el patriarcado.

En fin, ya nadie puede dejar de entender cuál es la transacción entre los dirigentes de Podemos/Sumar/Más Madrid/etc. y sus votantes, qué es lo que recibe cada uno. Los dirigentes reciben dinero, poder y –al menos en el caso de los hombres- abundante sexo: es impensable que un Iñigo Errejón desprovisto de poder político hubiera tenido un acceso similar a cópulas. ¿Y los votantes? Reciben a cambio el privilegio de ser buenos sin esfuerzo. Con el mero hecho de adscribirse a la corriente religiosa hegemónica consiguen presentarse ante sí mismos y –sobre todo- ante los demás como buenos. Errejón ha pagado el sexo con virtud, y la virtud está completamente ausente en ambos lados. Es todo señalización y postureo moral. Es todo una gran hipocresía.

Fernando Navarro

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