Dicen que si a uno le gusta el fútbol trae desde su cuna el club de su corazón. Eso es muy discutible, pero lo que no admite cuestión alguna es el derecho de cada cual a escoger el escudo y los colores que le dé la gana.
No voy pues a discernir sobre el madridismo confeso de Rafael Nadal, pues ni siquiera ha ocultado su quizás utópico sueño de ocupar algún día el sillón en el que se sienta Florentino Pérez. Tampoco interesa de qué casta viene el galgo o cuándo, dónde o quién le dio a probar el merengue. En todo caso podríamos pedir un cierto sentido y, sobre todo, sensibilidad en quien se pasea por el mundo como paradigma de mallorquinidad, sensatez, educación, sencillez y humildad. Y no porque naciera en Manacor, eso si que nadie lo puede elegir, sino porque en aras de un mallorquinismo mal entendido hizo negocio de su paso por el Real Mallorca.
Desde su legítima posición, vendió sus acciones de la SAD bermellona con una importante plusvalía y, lamentablemente, a quien la condujo hasta una nueva quiebra en el mes de noviembre del 2015, Utz Claassen, milagrosamente refugiado en la ampliación de capital de Robert Sarver y sus socios. Nada que objetar, ni siquiera por el entusiasta aplauso que le arrancó el gol de Casemiro al Nápoles que a todos nos causó admiración. Pero esta forma de chupar cámara en el palco del Bernabéu, tal vez involuntariamente, hiere no pocos sentimientos. El debería saberlo y sus consejeros áulicos también.