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Señoros

Por Fernando Navarro
viernes 15 de noviembre de 2024, 03:00h

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Yo, me temo, reúno las condiciones para ser llamado «señoro». No sólo porque –ejem- ya tengo cierta edad, sino porque suelo llevar corbata, y esto último es fundamental: para ser un señoro uno tiene que tener pinta de conservador. Cuando era muy joven (spoiler: les voy a contar una batallita y esto también es un indicador de señoro en marcha) acostumbraba a ir a Formentera y aún quedaban hippies de los 60. Estaban ya, claro, un tanto talluditos: uno podía verlos en los bancos corridos de la Fonda Pepe acompañados de chicas mucho más jóvenes a las que, a su vez, contaban batallitas sobre la estancia de Pink Floyd en la isla y en la propia Fonda Pepe. Pues bien, a pesar de la edad, las chicas y las batallitas nadie los habría llamado señoros porque seguían disfrazados de hippies y no llevaban corbata. Es el momento de contarles que yo salve a uno de ellos de un tiburón. Era Schoppi, escultor y autor de los flamencos de colores que supongo que siguen anclados en las salinas de la isla. Cuando entré en su estudio Schoppi yacía en el suelo, incapaz de salir de debajo del tiburón que estaba esculpiendo y le había caído encima, y reflexionando sobre su lamentable situación. Le ayudé y le compré un pato de colores de un metro de alto que, algo descolorido, aún está en mi terraza. Resultó que Schoppi no sólo había sido incapaz de liberarse del Tiburón, sino tampoco de su ánimo de lucro, y a pesar de ser hippie no me rebajó ni un duro.

Ser señoro es un insulto, pero tiene la ventaja de que puede ser usado virtuosamente. Hace unos días Marta García Aller se burlaba en la radio de Hulk Hogan, ex luchador de wrestling, porque tiene 70 años y problemas de próstata. Esto normalmente se habría considerado una grosería imperdonable y habría descalificado a su emisor, pero Marta García Aller lo podía hacer tranquilamente porque Hulk Hogan ha apoyado públicamente a Trump. Es decir lo que separa el insulto «carcamal» (que no se puede decir) del calificativo «señoro» (que es perfectamente admisible) es que su titular sea de derechas. En estos tiempos de microagresiones es importante entender que la adscripción política del microagredido es decisiva. Marta García Aller también está muy enfadada, por la misma razón, con Elon Musk y ha dicho que los que realmente entienden de innovación saben que es un «cantamañanas». Lo decía más o menos al mismo tiempo que Musk conseguía que su cohete Starship Super Heavy aterrizara limpiamente en los brazos de una grúa, pero Marta García Aller debe de saber de lo que habla porque ha escrito un libro sobre innovación.

También odian a Elon Musk los medios tradicionales. Las redes han puesto dramáticamente de manifiesto su decadencia, pero ellos dicen que es por la cantidad de bulos que circulan por ellas. No es que ciertos medios tradicionales no difundan bulos, pero lo hacen con la garantía de calidad de los sucesivos gobiernos que los patrocinan. Y es cierto que en Twitter circulan bulos y que el algoritmo posibilita que uno se encierre en su burbuja de información, pero eso es exactamente lo que siempre han tratado de hacer ciertos medios tradicionales y lo que les fastidia es estar perdiendo su capacidad de pastorear a sus respectivos rebaños. En todo caso, ya somos mayores (e incluso señoros): si seleccionamos con cuidado las cuentas a las que seguimos, y creamos así una sólida y variada red, Twitter proporciona un acceso a la información realmente asombroso. Y además es francamente divertido. El único problema de las redes es que los algoritmos hayan sido sesgados para hacer invisibles los comentarios desfavorables (lo que se conoce como shadow banning) y potenciar los favorables. Este sesgo puede encontrarse en Facebook o Wikipedia, y existía desde luego en el Twitter de Jack Dorsey hasta que Elon Musk lo compró. En fin, que lo que realmente molesta a ciertos medios tradicionales es que sospechan –con razón- que no pueden competir con Twitter. Por eso, cuando La Vanguardia anuncia su intención de abandonar esta red por ser un medio «tóxico» que favorece la «desinformación» es como si unos curas preconciliares (o unos señoros) amenazasen con abandonar el festival de Woodstock.

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