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Seguimos sin aprender

martes 17 de mayo de 2022, 04:00h

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Uno de estos días asistí a un doble espectáculo deprimente, que deja bien claro que no hemos extraído ninguna conclusión sobre la necesidad de cambiar determinados comportamientos, o bien que, simplemente, no queremos o no lo consideramos indispensable.

Después de más de dos años de pandemia, que aun no ha acabado, se podría pensar que ciertos hábitos higiénicos, muchos de los cuales ya deberían ser de cumplimiento obligatorio desde hace tiempo, se habrían convertido en el estándar normalizado de conducta, pero nada más lejos de la realidad.

En un supermercado de Mallorca de cierto renombre vi con mis propios ojos cómo un empleado reponía un producto, quesos en concreto, sin guantes, sin mascarilla, y tosiendo sin protegerse la boca. Vale que ya no es obligatorio el uso de la mascarilla, con las excepciones que conocemos, y que queda a decisión de las empresas si sus empleados la utilizan o no, pero colocar producto comestible sin guantes y toser encima a boca descubierta va en contra de las más elementales normas de higiene, y a un trabajador de supermercado ya no se le debería ni pasar por la cabeza, ni antes de la pandemia.

Es una cuestión de formación laboral y ciudadana básica, que si ya debería ser parte integral de los hábitos de los ciudadanos desde hace mucho tiempo, podríamos haber pensado que habría mejorado con motivo de la pandemia.

Pero no ha sido así. El mismo día, en el mismo supermercado, un cliente, joven, treinta y tantos, estuvo cogiendo patatas con las manos desnudas, seleccionándolas y toquiteándolas prácticamente todas, a pesar de los letreros existentes que indicaban la necesidad de usar guantes para embolsar las frutas y verduras a granel.

Seguimos sin aprender. Igual que no aprendimos de la crisis económica del 2008, ni habíamos aprendido de otras previas. En cuanto se moderan las catástrofes que nos hacen reaccionar, volvemos a caer en los mismos errores y vicios. Ahora que la crisis económica de fondo se está recrudeciendo, que la pandemia no ha acabado y que la emergencia climática está empezando a manifestarse con toda crudeza, se está desatando una fiebre viajera que parece que nos vaya a vida en ello.

Los viajes masivos son una de las principales causas de la emisión de gases de efecto invernadero, del despilfarro de recursos naturales y del encarecimiento de muchos bienes y productos, pero no importa, hemos de viajar aunque sea lo último que hagamos en la vida.

Queremos olvidar todas las crisis que hemos padecido estos últimos años (y que aun no han acabado), sin darnos cuenta de que hay otra en marcha que implica un peligro sin precedentes, la agresión rusa a Ucrania y todas sus consecuencias. Es muy posible que en unas semanas el suministro de petróleo y gas de Rusia se vea comprometido, bien por decisión de la UE, de la propia Rusia, o de los dos.

Si eso sucede, las consecuencias sobre los precios de la energía y, a partir de ahí, de prácticamente todo, serán muy severas, pero, en vez de prepararnos para la eventualidad, algo que deberíamos venir haciendo desde hace años, ahora queremos viajar, volver a las cifras de turistas de 2019 y seguir quemando combustibles fósiles, que quizás necesitemos dentro de unos meses para cubrir necesidades básicas.

No aprendemos y solo lo haremos a palos. Cuando la crisis climática y energética se combinen en una tormenta perfecta, quizás se nos vendrá encima una oleada de millones de personas, pero no de turistas, sino de refugiados climáticos, sin descartar que nosotros mismos pudiéramos llegar a tener que marchar como tales.

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