El nuevo impuesto turístico se reitera formalmente en una serie de disposiciones que ya levantaron muchas ampollas en su primera versión de 2002. Ante la imposibilidad de recaudar este tributo en puertos y aeropuertos, vuelve a recaer sobre los empresarios turísticos no sólo su cobro, sino también su posición como responsables. Es decir, quien se tiene que “romper la cara” para que el turista pague no es ninguna agencia tributaria, sino quien tiene un pequeño o gran negocio dedicado al hospedaje turístico.
Quien es viajado ello le parecerá una nimiedad o problemática absurda, puesto que aceptamos el pago de impuestos o tasas análogas en muchas ciudades europeas, sin embargo, y muchos autónomos me entenderán, “obligar” a los clientes a que paguen un tributo no suele ser plato de gusto porque no todos son comprensivos o espléndidos a la hora de abrir la cartera.
Y digo que muchos autónomos me entenderán porque la súplica de clientes para que no se les aplique el IVA en el pago de bienes y servicios no es nada que resulte ajeno. Ante esta situación, o bien se cede -opción ilegal-, o bien se les explica buenamente, y para crear empatía, que uno no se puede permitir ejercer su actividad en B. (El argumento de ‘Hacienda somos todos’ no suele colar y se descarta de plano su uso para no semblar un empresario/autónomo que vive en otro mundo en el que no existe Panamá ni las sicavs). Sobre el empresario pesa la espada de Damocles de temer que el cliente pueda marcharse a otro negocio en el que no se actuará en observancia de la Ley.
Esta problemática se acrecentará en lo que se refiere a los apartamentos turísticos. Tenemos un melting pot de inmuebles regularizados, inmuebles en trámite (que por falta de recursos de la Consellería se alarga muchos meses), inmuebles sin intención de ser regularizados, empresas comercializadoras y modestos propietarios con nula habilidad contable y liquidatoria. Todo un cóctel molotov que puede acabar como un Rosario de la Aurora tributario.
