Hace diez años Rafa Porcel me dijo que tenía que escribir un artículo sobre el músico Sixto Rodríguez. Se acababa de estrenar Searching for Sugar Man, el premiadísimo documental que contaba su increíble historia, y Rafa y yo, como tanta gente, habíamos quedado impactados. Había tanta belleza en aquella narración, tanta poesía, tanta tristeza, tanta esperanza… que me vi sobrepasado, incapaz de plasmar algo digno en un folio para enviar al periódico.
Esta semana ha muerto Sixto Rodríguez a los 81 años. He vuelto a ver su documental, y me he vuelto a emocionar. He recordado mi bloqueo hace una década ante el teclado, y creo haber encontrado la causa. Supongo que intentaba escribir entonces algo tan profundo y hermoso como sus compases, aquellos acordes de cuerda inolvidables de Cause o Crucify your mind. Un deseo ridículo, obviamente, provocado por una gestión errónea de las propias expectativas.
Quizá entonces también creyera que algún artículo de un columnista insignificante de provincias que no hablara de miserias políticas ni pequeñeces domésticas podría sobrevivir en el otro extremo del mundo sin caer en el olvido, como las canciones de Rodríguez, y salir a la luz cuarenta años más tarde como una obra de arte mínima que mereciera la pena rescatar. Otra vez las expectativas, el origen de todas nuestras frustraciones.
No recuerdo el motivo de la conversación, pero en aquella época le dije a mi hija preadolescente que no subiría el Kilimanjaro hasta que ella acabara su carrera universitaria y lo pudiéramos hacer juntos. El Kili es una montaña fácil que me no me hacía especial ilusión ascender porque entonces sólo tenía en la cabeza cervinos, aconcaguas y manaslus. Esas eran las cimas de mis expectativas.
Así que, cuando hace unas semanas Irene me recordó que poner los pies conmigo en el punto más alto de Africa era el regalo que más ilusión le haría por acabar su doble grado, me sorprendió. Hace dos semanas volamos a Tanzania, y durante cinco días disfrutamos caminando de la aproximación a las faldas de uno de los volcanes más prominentes del planeta. Hasta que llegó la jornada para intentar alcanzar su cumbre, e Irene pudo comprender a mi lado el significado de la frase del filósofo Pascal Bruckner: “todo el enigma de la montaña consiste en convertir la adversidad en gozo”.
En mitad de la oscuridad pude ver en el rostro de mi hija su dolor en manos y pies por el frío intenso de la madrugada. Jamás he sentido yo tanto frío como al verla tiritar. Yo sabía por experiencia que cuando amanece en la montaña siempre comienza un partido nuevo, más prometedor, pero ella no. Por eso le animé a bajar, con la promesa añadida de volver a intentarlo en otra ocasión, cuando estuviera más preparada. Pero no quiso escucharme.
Observaba desde atrás cada apoyo de su tobillo izquierdo hiperlaxo por el temor a una torcedura, pero ella seguía con paso firme hacia arriba. Al llegar a los 5500 metros de altitud supe que lo iba a lograr, y lo más importante, ella también lo supo. Lo volví a leer en sus ojos. En la cima lo primero que me dijo tras el abrazo y las lágrimas fue “papá, no sé cómo lo he hecho”. Aquella era su manera de traducir el aforismo de Spinoza, otro filósofo: “nadie sabe lo que puede un cuerpo”.
Aquel día Irene superó con creces todas mis expectativas, y también las suyas. Experimentó la “dulzura del dolor”, un padecimiento elegido y lleno de sentido porque está orientado a un fin. Es la vida misma, con sus penas, sus fracasos, sus decepciones y sus alegrías. Hoy pienso en las montañas sin esperanza de hollarlas, sólo por el placer de imaginarlas. Imaginé muchas veces aquel abrazo por encima de las nubes con mi hija. Me pareció que estábamos en el cielo.
Ha muerto Sixto Rodríguez, un obrero de Detroit que era un genio sin saberlo, y yo he podido escribir sobre él porque hace un tiempo, no mucho, que escribo sin expectativas. El lector que haya llegado hasta aquí se preguntará cuál es la tesis de una columna tan errática. Esto supone otro problema de expectativas, pero haré un esfuerzo por no defraudar: no esperar nada, nunca, de nadie, ni siquiera de uno mismo. Es lo que hizo Rodríguez, y a los setenta años su preciosa voz y sus letras profundas que llevaban cuatro décadas escritas conmovieron a medio mundo.