Tuve un catedrático de ética que dejó huella en mi quehacer humano. El trabajo, decía, dignifica al ser humano porque es su aportación a la construcción de un mundo que continuamente debe ser conformado como casa de la humanidad. Ser hacedor del mundo mediante el trabajo le aporta una dimensión de grandeza al esfuerzo personal de cada trabajador.
Utópico, le llamaban a D. Julio. Teórico, le decían. Influyó tanto en mí, que con el correr de los años, me honra que me tachen de teórico, de utópico. Es algo que siempre llevo en la frente, pero pertenece a la hermosa herencia que me dejó aquel catedrático de ética.
Después vino el encuentro con lo que muchos denominan la vida, la realidad. Y uno fue aprendiendo otra lección: el trabajo era una forma de ganarse el pan de cada día. Y era también una manera de sometimiento a un jefe en detrimento de la propia libertad.. Y nos enfrentamos a esa frase tan real, tan real, que hiere los ojos cuando se la mira de frente: “trabajar para otro” Nada de coadyuvar a la creación del mundo, al devenir del cosmos, de la historia, junto a los demás.. Es más exactamente colocarse debajo. La realidad consiste en engordar billeteras ajenas a base de doblar la espalda propia. Sí, es más bien la victoria de la realidad sobre la utopía.
Mi profesor murió hace unos años. Yo sigo aquí, enfrentando la náusea sartriana, debatiendo la dualidad en que se erige mi historia personal, como tú con la tuya.
En estos momentos de estafa convertida en crisis, siento la orfandad que me produce su ausencia. Me gustaría poder quedar con él, tomar un café y pedirle que me abra caminos para regresar a sus enseñanzas, a mi urgencia personal y comunitaria para hacer del trabajo un elemento dignificante y volver así a aquella utopía laica pero bendita. La crisis, me diría, no ha producido la caída de los bancos. Por el contrario, la estafa de los bancos ha ocasionado la crisis que llega a día de hoy, donde somos seres malditos, condenados por el neoliberalismo rampante que nos acosa. Y ahora, como siempre, pagan los más pobres.
Sin embargo, salir de la eterna crisis requiere algo más: una acción decidida sobre el gran pilar carcomido de la sociedad, que no es otro que la pasividad cómplice del pueblo.