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Se acabó lo que se daba

martes 23 de septiembre de 2014, 09:21h

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La actual epidemia (o epidemias) de Ébola en África, nos ha puesto una vez más ante la realidad de la precariedad de los sistemas sanitarios de muchos países, derivada de la escasez de recursos económicos destinados al bienestar de sus habitantes, escasez que no necesariamente se corresponde con una carencia de riqueza en el país, sino con el expolio continuo perpetrado por su elites corruptas y por intereses extranjeros, sean europeos, norteamericanos o asiáticos. El resultado es que la asistencia sanitaria pública ofrece unos servicios que, en el mejor de los casos, no pasan de mínimos y en muchos casos son proporcionados no por el propio gobierno, sino por oenegés o cooperantes, con soporte económico externo, con lo que modo alguno pueden considerarse servicios públicos, sino ayuda exterior o, en definitiva, beneficencia.

Aquí, en la parte europea del mundo desarrollado, hemos construido en el último siglo, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, un sistema que denominamos estado del bienestar, que consiste en garantizar a todos los ciudadanos los servicios de asistencia sanitaria, educación, jubilación y otras necesidades asistenciales y sociales, como redistribución a través de los impuestos de la riqueza generada por la sociedad, de acuerdo con los principios del estado social de derecho, definición en la que, de una manera u otra, se reconocen la práctica totalidad de los países europeos, al menos los pertenecientes a la Unión Europea.

Estos principios se han consolidado durante décadas de crecimiento económico sostenido, con algunos altibajos en forma de crisis económicas que siempre se han podido superar, hasta el punto de que la mayoría de ciudadanos europeos dábamos por descontada su sostenibilidad y perdurabilidad para el tiempo futuro.

La crisis económica actual ha venido a trastocar esa percepción, ya que está haciendo que todas las estructuras del estado de bienestar se tambaleen. Estamos asistiendo a un auténtico derribo controlado de los beneficios sociales de los ciudadanos. Nuestras elites políticas y económicas corruptas han desangrado las arcas públicas a la par que engordaban sus bolsillos, con obras y festejos faraónicos y generaban una deuda pública sin precedentes, cuyos intereses enriquecen a los especuladores mientras empobrecen a los ciudadanos. Ahora, cuando la crisis ha puesto fin a la fiesta, no han vacilado en destinar decenas de miles de millones al salvamento de entidades financieras, arruinadas por la mala, cuando no fraudulenta o criminal, gestión de directivos en muchos casos colocados por los propios partidos políticos, mientras han recortado, y siguen recortando, la cantidad y calidad de los servicios públicos.

De no mediar un cambio drástico, que no se divisa por ningún lado, la situación de nuestro sistema sanitario será, en unos pocos años, comparativamente similar al de los países del tercer mundo. Es posible que sigamos teniendo una infraestructura y un presupuesto suficientes para proporcionar a los ciudadanos una asistencia sanitaria de calidad similar a la actual, probablemente con una cartera de servicios más reducida y seguramente con algún tipo de copago para algunos de ellos, pero no tendremos acceso, o será muy reducido, a la mayor parte de las nuevas tecnologías, los nuevos tratamientos y  los nuevos fármacos que están ya apareciendo y los que van a aparecer en el futuro inmediato.

Igual que para los ciudadanos de muchos países es impensable el acceso a tratamientos farmacológicos para enfermedades que aquí se curan sin problemas, o a radioterapia, o a ecografías, o a resonancias magnéticas, o a tomografías axiales, o a cirugía cardíaca, o a trasplantes, o ni siquiera a vacunas, o a diálisis, por poner solo algunos ejemplos de servicios  que aquí, de momento, damos por descontado que tenemos disponibles, es probable que nuestro sistema sanitario público no nos pueda proporcionar acceso a algunos o muchos de los nuevos medicamentos y tratamientos que están ahora mismo en desarrollo, ni tampoco  a nuevas tecnologías de diagnóstico, ni a los nuevos conceptos de medicina personalizada, que requieren un gasto para determinar los perfiles genéticos, epigenéticos, metabólicos y proteómicos individuales de cada uno de nosotros. La medicina avanza hacia un cambio conceptual que partiendo de la recopilación sistemática de miles de datos individuales y la capacidad informática de

manejar cantidades ingentes de información, lo que se denomina inteligencia de datos o “big data” en inglés, unidos a nuestra implicación personal en tanto que somos los actores interesados en nuestra propia salud, conduce a lo que se viene denominando medicina P4: predictiva, preventiva, personalizada y participativa.

Nuestro sistema sanitario, renqueante y achacoso, no parece en la mejor posición para encarar este cambio, que necesitará en una primera fase una importante inversión económica. Las señales que venimos observando en los últimos años nos anuncian, por el contrario, una involución y una pérdida de calidad y prestaciones de un sistema que está cercano a dejar de ser, de hecho ya no lo es, universal, igualitario y gratuito. En Grecia, por poner un ejemplo, en muchos hospitales los pacientes han de llevar su propia ropa de cama y su propia comida y pagar por los medicamentos. En Catalunya, el conseller Boi Ruiz ha manifestado más de una vez que podría estudiarse la conveniencia de cobrar a los pacientes hospitalizados el “servicio hotelero”. Ya ha habido, en la propia Catalunya y en alguna otra comunidad autónoma, intentos de cobrar un copago por receta, rechazados, de momento, por el tribunal constitucional. Un ejemplo de ahora mismo es el caso del sofosbuvir, el medicamento para el tratamiento de la hepatitis C que, a pesar de estar disponible desde principios de año, solo pueden tomarlo los que puedan pagarlo, puesto que aun no se ha aprobado su financiación por el servicio nacional de salud.

De no mediar un cambio drástico, que debería incluir la desaparición de las elites políticas corruptas y las que sin ser corruptas han demostrado sobradamente su incapacidad, nuestra sanidad irá avanzando inexorablemente hacia un sistema dual, un servicio público de mínimos, más próximo al concepto de beneficencia, y un servicio privado, solo al alcance de los económicamente pudientes.

 
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