Lo escribí hace solo un mes en Mallorcadiario, "Los derechos fundamentales de los ciudadanos son la esencia misma de la Carta Magna". Ayer, la sala de lo contencioso administrativo del Tribunal Supremo lo confirmó, dejando sin efecto la resolución de nuestro TSJ que apoyaba las medidas adoptadas por el Govern tras el levantamiento del estado de alarma.
Esta vez, más que una revocación de una decisión judicial por parte de un órgano superior -algo relativamente habitual-, ha sido un auténtico revolcón, por la indudable carga política de lo resuelto, y porque el poder ejecutivo y el poder judicial de Balears habían decidido tensar hasta el extremo los derechos constitucionales de los ciudadanos.
Muchos juristas de las islas, de toda clase de ideologías, incluso próximos al PSIB, se habían pronunciado alarmados por la falta de sustento constitucional de las limitaciones a la movilidad y al derecho de reunión.
Buscar el amparo en una norma sanitaria que fue elaborada hace más de treinta años con una finalidad distinta -evitar la propagación de epidemias localizadas en poblaciones o grupos de personas concretos- para limitar los derechos de 1.200.000 baleares sin distinción era, sencillamente, arrogarse poderes dictatoriales, aun cuando casi nadie duda de que la intención fuera loable y protectora. No vale todo, hay unas reglas, se llaman Constitución Española.
Sánchez y su gobierno tuvieron un año para haber elaborado una ley orgánica que matizara las restricciones del estado de alarma, adecuándolas a situaciones de pandemia que la Carta Magna no podía prever. No hizo nada.
Sin estado de alarma, era obvio que no era posible restringir libertades y derechos a toda la población y, con él, era dudoso en muchos casos, pues se ha impuesto una interpretación extensiva de una norma limitadora de derechos fundamentales, cuando el mecanismo jurídico aplicable es justamente el opuesto, hacer interpretaciones restrictivas de tales limitaciones. Es lo que acaba de recordarnos el Tribunal Supremo, lo mismo que todos los licenciados y graduados en derecho estudiamos en su día y que algunos pretendían que 'desaprendiéramos', primando la oportunidad frente a la seguridad jurídica.
El revolcón no es, pues, solo para el Govern y para la pléyade de juristas que asisten a Armengol, de quienes no se ha escuchado ni una sola voz crítica -el que paga, manda-, sino también para la sala de lo contencioso de nuestro TSJ.
En su afán por dar apoyo a las medidas del ejecutivo, nuestro alto tribunal -para ser justos, con la excepción de las dos magistradas discrepantes- ha acabado invadiendo competencias del poder legislativo, ha querido crear un 'nuevo derecho' y otorgar facultades inexistentes a los políticos, saltándose a la torera la Constitución. Insisto, por más que la intención de jueces y gobernantes fuera sana, la desproporción entre el fin y los medios era escandalosa para cualquier jurista, aquello tan nuestro de matar moscas a cañonazos. Afortunadamente, los contrapesos siguen funcionando, y la fiscalía y el Tribunal Supremo han paliado, esta vez, el estropicio.