Ostento el lamentable honor de haber conocido antes que ustedes dos asesinatos. El primero fue el de Miguel Angel Blanco. Poco después de comer, hace ahora 25 años, llamé a mi padre por uno de aquellos Nokias que parecían ladrillos. Yo estaba en Mallorca y él en Vitoria, en la sede de la Delegación del Gobierno en el País Vasco. Se acababa de cumplir el plazo de 48 horas que ETA fijó para aquella ejecución a cámara lenta. De repente, me ordenó callar. Desde el despacho contiguo había entrado en la sala Enrique Villar, el delegado del Gobierno. Fueron unos segundos eternos de silencio que rompió mi padre:
- Lo acaban de encontrar
- ¿Está muerto? -lo pregunté muy bajito, de esa manera que uno interroga cuando prefiere que no le contesten
Otro silencio, más angustia y las últimas palabras de mi padre antes de colgar: “Casi. Luego te llamo. Un beso, hijo”.
Diez minutos más tarde, la noticia estaba en todas las radios y televisiones. Si ustedes han cumplido los cuarenta seguro que recuerdan los días posteriores.
La segunda primicia trágica la obtuve tres años después, curiosamente a una hora casi idéntica. Una tarde de febrero estaba tomando un café en la terraza del Zurich, en Barcelona. Sonó mi móvil y no hubo preludios: “Hola, hijo. Te llamo para que sepas que acaban de asesinar a Fernando Buesa, aquí, al lado de casa”. Isidro, uno de los escoltas más veteranos de mi padre, se dirigía a nuestro domicilio cuando escuchó el bombazo. Fue el primero en llegar a los cadáveres humeantes del político socialista y de Jorge Díez, su escolta.
Por desgracia, esta es mi memoria individual, y no habrá ley ni presidente del Gobierno que la puedan retorcer. Ni la mía ni la de millones de españoles que asisten entre atónitos y asqueados a la revisión de una historia de balazos y amonal contra una mayoría democrática. Porque no hay nada más. Violencia y extorsión, tiros y explosivos que se prolongaron durante décadas una vez extinguida la excusa del franquismo, un periodo que ahora extiende su vigencia hasta 1983, con Felipe González viviendo ya en La Moncloa.
De los que más lloraron en el funeral de Fernando Buesa fue Javier Rojo, otro insigne socialista alavés que llegó a presidir el Senado. A Rojo lo conozco personalmente, como conocí a a Buesa y a otros socialistas que han firmado un manifiesto crítico con la ley de Memoria Democrática que ha impulsado el sanchismo, ese parásito del poder a cualquier precio que está fagocitando al PSOE desde sus entrañas.
Hace un par de meses cené con uno de los firmantes de ese manifiesto, un abogado antifranquista que en los años ochenta y noventa ejerció altas responsabilidades en el PSOE. Omito su nombre por tratarse de un encuentro privado en casa de un amigo común, pero nos contó que en fechas recientes se había reunido a manteles en Madrid con seis ex-ministros socialistas y ni uno solo de ellos defendió la estrategia radical del gobierno de Sánchez, un tipo que está demoliendo el espacio de convivencia política que él y sus colegas se esforzaron por construir tras cuarenta años de dictadura.
Para aclararse, a veces, es necesario preguntarse lo obvio: si Sánchez contara con 160 diputados en el Congreso, ¿hubiera humillado a una parte de su partido pactando semejante bodrio legislativo con los herederos de ETA? No, porque no le harían falta los cinco diputados de Bildu para sobrevivir en cada votación hasta el final de la legislatura. Nadie en este país necesitaba esta ley sectaria y falaz, excepto Sánchez, los que justificaron aquellos crímenes y se niegan a condenarlos, y los que quieren acabar con el 'regimen' del 78.
El PP ha anunciado que si llega al gobierno derogará de inmediato una ley infame que sitúa a ETA en un bando y a los españoles en el otro, como si aquello hubiera sido otra guerra civil. Tiene su gracia que vaya a ser la derecha quien rehabilite la 'memoria' del socialismo de la Transición. Algo debía intuir el veterano dirigente socialista, porque a los postres de aquella cena nos confesó que moriría con el carnet del PSOE en la mano, porque un personaje como Sánchez no iba a conseguir que él renegara de sus ideales y su militancia durante media vida. Pero que en las próximas elecciones votaría a Feijóo. Por aquí, quizá, se explican mejor las encuestas.
La memoria colectiva de Pedro, Yolanda y Mertxe -la actual diputada batasuna y antigua periodista, autora del titular miserable de Egin “Ortega vuelve a la cárcel” cuando la Guardia Civil liberó de su secuestro al funcionario de prisiones- comienza a tener un aire orwelliano. Es el mismo tufo dogmático del relato que impuso Franco, y que se desmontó en la Transición. El éxito de esta semana del sanchismo ha sido constatar que su “memoria democrática” se parece más a la de Bildu que a la del PP. Mientras quede gente viva de mi edad, de izquierdas y de derechas, esa “reescritura” de la que habla la vicepresidenta Díaz les va a salir con tachones.