Desde hace tiempo, sostengo la necesidad de revisar los incentivos que el sistema electoral genera sobre los candidatos y los cargos públicos. Por un lado, con el actual sistema, poco a poco, los partidos políticos han ido prescindiendo de los cuatros intermedios que atraían a personales relevantes de los diferentes sectores de la sociedad, para sustituirlos por líderes formados frecuentemente en sus “juventudes”, que fundamentan su legitimidad en favorecer a las bases prescindiendo de cualquier principio ideológico fundamentado en el compromiso con los electores. Una dinámica que convierte a los partidos organizaciones lo suficientemente endogámicas como para festejar tanto o más los fracasos ajenos que los aciertos propios, lo cual, continuando con la tendencia, puede desembocar en la práctica imposibilidad de la alternancia. ¡La rendición de cuentas se hace imposible!
En mi opinión, este es el motivo fundamental de la falta de lealtad institucional que observamos, una y otra vez, en las relaciones entre los distintos niveles de gobierno de diferente color. Una falta de lealtad que puede convertirse en pesadilla cuando se declara unilateralmente la independencia de una región o, simplemente, cuando hay que afrontar una adversidad meteorológica. Aunque sin ir tan lejos, también la contemplamos por la imposibilidad de gestionar, con mínima racionalidad y perspectiva, recursos tan esenciales como el agua, o los derechos fundamentales de los ciudadanos en caso de pandemia. Por sólo por poner algunos ejemplos.
Por eso, hace unos años realicé una propuesta de reforma electoral que podía trastocar los incentivos a los que se someten aquellos que desean, legítimamente, participar en las cuestiones de la res-pública. Una reforma electoral que iniciaría su andadura aquí, en el Parlamento de Baleares, como ejemplo para el resto de la nación. Una modificación consistente en combinar las candidaturas de listas cerradas partidistas con otras adscritas a distritos electorales uninominales.
En concreto, proponía elegir a 33 diputados (de los 59 de nuestro Parlament), por circunscripción única del conjunto de todas las islas, mediante listas cerradas elaboradas por cada partido. El resto se elegirían en distritos uninominales repartidos de la siguiente forma: 14 en Mallorca; 6 en Ibiza, 5 en Menorca y 1 en Formentera. En principio, estos candidatos también podrían lucir las siglas de cualquier partido, o concursar de forma totalmente independiente.
Para evitar el gerrymandering la Junta Electoral podría revisar los distritos en cada elección atendiendo a los principios de población y territorio.
Me inclino a pensar que un cambio electoral de estas características, que por otro lado, parece posible sin necesidad de modificar el Estatuto de Autonomía, podría suavizar muchísimo los males de la partidocracia, al facilitar una mejor selección de las élites políticas sin que los gobiernos se vieran huérfanos del apoyo parlamentario suficiente para realizar su labor.
De esta forma, la presencia de algunos diputados menos sometidos a la disciplina de partido podría atraer hacia la política a candidatos con una personalidad más marcada, enriqueciendo el debate. Al tiempo que las soluciones adoptadas podrían ser más flexibles y, por tanto, de mayor calado, tanto para el corto como el largo plazo.
Por supuesto, el poder de los lobbies también se vería afectado, pues cualquier iniciativa legislativa que intentarán promover para restringir la competencia y/o la libertad de empresa requeriría un esfuerzo mayor por parte de éstos. Lo cual redundaría en una economía más dinámica y competitiva con salarios más elevados.
Es cierto que la ciencia política es consciente de que la legislación electoral se muestra extremadamente rígida y resistente a cualquier tipo de cambio, por pequeño que éste sea. Hasta el punto que se suele señalar que sólo son posibles como consecuencia de situaciones históricas extraordinarias.
Pero, en definitiva, la modificación aquí esbozada, no puede ser considerada un cambio radical. Pues mantiene un grado de apoyo suficiente a las cúpulas partidistas que les permite mantener su adecuada capacidad directora, mientras que, al mismo tiempo, se da entrada a un nuevo tipo de diputado, más pegado al terreno, que tendrá un perfil diferente del actual, redundando todo ello en un aumento de la percepción de mayor participación y representatividad. Dicho en palabras más modestas, abrir la discusión, como mínimo, puede contribuir a reforzar el vínculo entre representantes y representados.