Rafa 'Jerónimo' Nadal

La dimisión de Djokovic en la primera ronda del Masters 1000 de Montecarlo, que habrá hecho las delicias de algún apostante atrevido, allanó desde un principio la senda de arcilla, su territorio predilecto, que ha conducido a Rafa Nadal a morder un trofeo que se le negaba desde hace dos años, aunque ya lo ha catado en nueve ocasiones.

Hemos aventurado que el mallorquín lo tiene casi imposible para volver a ser el número uno del mundo. Ya lo ha sido y nadie le quitará lo bailado. Pero tampoco le dimos por muerto, como se pretende, sino que esperábamos una reacción que debe prolongarse más allá de Mónaco, una especie de break que tendrá que confirmar no solamente en Barcelona, sino en el resto de la temporada de tierra, una superficie, como la hierba, en vías de extinción.

La final del torneo monegasco no se disputó el domingo, sino el sábado. Andy Murray era la piedra de toque perfecta para calibrar el regreso del manacorí, si bien hablar de retorno cuando nunca se fue del todo supone un cierto atrevimiento. Los augurios no eran muy buenos después del 6-2 con el que el escocés liquidó la primera manga, pero luego surgió la fuerza mental y el soporte físico que había caracterizado a Rafa por encima de cualidades técnicas que, poco más o menos, permanecen invariables.

Ha sido sincero cuando recientemente aseguró haber superado la ansiedad que, por las circunstancias que fueren le atenazaba. Sin embargo ni ha vuelto, ni se fue.

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