Desde tiempo inmemorial, seguramente desde antes de la Conquista, Mallorca se divide entre Ciutat y Part Forana. Y no solo geográficamente, sino, sobre todo, social y hasta mentalmente. Estos días conmemoramos las famosas Germanies, sublimación de esta atávica separación. Agricultores contra burócratas, menestrals frente a senyors, el agros contra la polis, la tierra como contrapeso al dinero. Obviamente, la modernidad diluyó en parte ese surco, pero existir, existe.
Como palmesano, siempre me ha sorprendido la intrincada red social -de las de verdad, no virtual- existente entre las diversas poblaciones de la Part Forana. De alguna manera, es la otra gran ciudad de la isla, un Los Ángeles mediterráneo que abarca todo aquello que no es Palma y su área metropolitana.
El alcalde de Palma ha llegado recientemente a la conclusión de que el tráfico rodado puede ser un gran negocio para las arcas municipales. Es notorio que su concejal del área, Francesc Dalmau, viene adoptando durante toda la legislatura decisiones incomprensibles y hasta disparatadas para cualquier ser racional que pretenda entenderlas bajo el prisma de la eficiencia en materia de movilidad urbana. Pero es que no es ese su objetivo.
Al tiempo que el consistorio demuestra su incapacidad para cubrir siquiera las bajas por jubilación de la ya de por sí insuficiente, costosa, renuente y maltratada plantilla de la Policía Local, Palma ve multiplicarse el número de radares cinéticos con cámara incorporada, el más barato e incansable artilugio recaudador al servicio del Pacte municipal. Por el precio de un agente, se adquieren muchos de estos dispositivos que, además, no te llevan la contraria.
El plan es el siguiente: Primero, rebajamos los límites de velocidad a cifras que ningún conductor normal cumple, y luego ponemos estos impasibles publicanos electrónicos a vaciar los bolsillos de los palmesanos. Lo bautizaremos como Palma, ciutat 30 y vestiremos la ciudad con ese eslógan. Es por nuestra seguridad, afirman para encubrir sus miserables e inabarcables propósitos recaudatorios.
Por 'nuestra seguridad', llegamos también a la capital desde la Part Forana por carreteras secundarias circulando a 90 kms/h y, cuando nos adentramos en la autopista de tres carriles que llamamos Vía de Cintura, debemos pisar el freno. Nada menos que tres carriles por sentido, se supone que para circular a 60, 70 y 80, mientras por el arcén nos adelanta el patinete eléctrico de un grafitero en pleno acto de servicio. La de aviones que van a perder los turistas de Magaluf. Veremos cuánto tiempo resiste el Consell y el ínclito Iván Sevillano sin instalar sus correspondientes tragaperras. De momento, jodemos al ciudadano, que se note que somos la nueva política.
Entretanto, al tiempo que uno tiene que circular a 30 por la gran ciudad, puede hacerlo a 40 o 50 por la inmensa mayor parte de los tranquilos pueblos de la isla, aunque estos también tienen sus radares. Juzguen ustedes la diferencia. Mientras en la travesía de, por ejemplo, Santa Eugènia, y en muchas otras poblaciones de la Part Forana el radar consiste en una carita roja que te riñe si haces las cosas mal, o una verde que te sonríe si cumples la norma, en Palma un robot cabezón con ojos de araña está esperando agazapado tras una palmera para saquear tu cuenta bancaria a mayor gloria de la progresía que tiene que financiar sus fiestas y perfomances.
El poder palmesano, como hace cinco siglos, asalta a su propio pueblo con pretextos que nadie cree, aunque hoy lo hace a lomos de ondas electromagnéticas.