Leía un artículo del economista Juan Ramón Rallo sobre cómo las patentes monopolizan el conocimiento a favor de quien tiene los derechos sobre ellas y van contra la competencia, penalizando el progreso en la economía de un país.
Argumenta el economista que las ideas no se pueden patentar porque son bienes no rivales, es decir, usted y yo podemos emplearlas simultáneamente. Si yo le cuento una idea, la tenemos usted y yo. No ocurre lo mismo, sin embargo, con un caramelo. Si yo se lo doy, usted se lo come pero yo me he quedado sin él. Un caramelo es, por tanto, un bien rival. Solo puede comérselo uno. Al menos, entero.
Es cierto, las ideas son bienes no rivales. El acceso a ellas, no. Si yo descubro algo, usted ya no puede descubrirlo. El acceso al conocimiento nuevo se tiene que proteger porque, de lo contrario, seríamos un país de seguidores de aquellos que inventan y no aprovecharíamos el tirón que aporta la innovación, fuente de diferenciación y de competitividad. Seríamos un país de copiadores. La protección de las ideas nuevas da sentido a la existencia de las patentes. Y, cuantas más ideas innovadoras, más progresará la economía del país. Justo lo contrario que defiende Rallo. La puesta en producción de un producto innovador requerirá de nuevos procesos, conocimientos, canales de distribución y diseños. Esto generará el desarrollo de una economía nueva al albur de los productos innovadores. Es más, una zona emprendedora con ideas innovadoras generará un ecosistema que se realimentará con valores que favorecerán que otros innoven y patenten sus innovaciones. Es el efecto multiplicador.
Innovar no tiene por qué ser costoso. Hay ideas que han requerido pocos recursos y han aportado grandes beneficios a sus inventores y al resto del mundo. Muchas vienen de la observación. Otras de la suerte. Una vez que llegan a nuestra mente tenemos varias opciones: No hacer nada y perderla para siempre o hasta que otro llegue a la misma conclusión y la aproveche, contársela a otro y que él la copie o patentarla y disfrutar de nuestra ocurrencia. De no existir las patentes, otro con más recursos las aprovecharía. Así siempre ganarían los ricos y las multinacionales.
A quien se le ocurrió poner un caramelo en un palo e inventó el Chupa Chups le cambió la vida con una idea sencilla. Lo mismo al inventor de la cerilla, el Post-it, el celo, el código de barras, el código QR, el velcro, el clip, el tetrabrik, la lata de aluminio, el bolígrafo, los muebles modulares o la fregona.
Relacionamos la invocación con el desarrollo científico pero no siempre es así. No todos los inventos tienen por qué requerir grandes cantidades en I+D. Para ello hay que observar el entorno, reflexionar y hacerse preguntas del tipo: what if?.
¿Qué pasaría si hiciera esto o aquello que nadie ha hecho antes? ¿Qué pasaría si mezclara dos ideas que pertenecen a dos mundos diferentes? Si, como resultado de esa acción, podemos facilitar la vida a los demás, probablemente estén dispuestos a pagar por ella y el éxito está asegurado. Con un derecho de explotación sobre la idea, algunos inversores “apostarán” por su lanzamiento. Sin ese derecho, nadie invertirá en una idea que cualquiera podría copiar sin penalización alguna.
Afortunadamente existen las patentes para preservar las buenas ideas. Por menos de mil euros podrían salvaguardarse los beneficios derivados de ese invento y evitar que nos lo roben.
El filósofo español Miguel de Unamuno lanzó una frase que le hizo célebre: ¡Que inventen ellos! Que inventen otros y nosotros nos aprovechemos de sus inventos puesto que “la luz eléctrica alumbra aquí tan bien como allí donde se inventó”
Se le olvidó decir al célebre filósofo que unos pagarán por la luz mientras que otro cobrará por cada bombilla que se venda. Pequeña diferencia.