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Pueblos

jueves 10 de septiembre de 2015, 20:07h

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Por mi origen natural o el amor que siento por esta tierra, no acabo de comprender los objetivos que persiguen quienes creen que el idioma es la única seña de identidad que nos diferencia. Al margen de que la lengua es un instrumento al servicio de la comunicación y es una gran paradoja convertirla en un arma arrojadiza o una barrera, no basta para crear un lazo más sólido que el histórico ni es suficiente para configurar la propia idiosincrasia de una sociedad civilizada. Por eso no somos un solo pueblo, sea la fecha que sea cuando celebremos la Diada, la nuestra.

No discuto la raíz común del idioma que compartimos, ni el papel dialectal de las modalidades que se usan en cada latitud de los territorios donde el catalán tiene un uso cotidiano. Siquiera me parece relevante que las provincias del antiguo Levante español decidieran llamar valenciano a su lengua propia o la voluntad de consenso dejara en el limbo las variedades que se hablan en las islas, pero sí me parece intolerable que esa voluntad democrática del pueblo no sea respetada por el totalitarismo de algunos grupos, ni en esa expresión consensuada ni en la denominación de su territorio. Si al otro lado del Mediterráneo los naturales del antiguo Reino decidieron mayoritariamente configurarse como Comunidad, resulta un desprecio a la soberanía popular empeñarse en llamarlo país, dentro de un mapa en el que apenas nadie se siente cómodo. Ese imperativo y la falta de respeto más elemental hacia el criterio refrendado por el más amplio y plural sufragio que se recuerda, aquí y allá han promovido reacciones xenófobas hacia los oriundos de la nación con ínfulas colonizadoras.

Sintiéndonos orgullos de quienes utilizaron con dignidad nuestra lengua materna y aquellos que la emplean con asertividad y acierto, nuestra gastronomía, tradiciones, carácter, indumentaria o los bailes con los que expresamos nuestra forma de ser son tan definitorios como los grafismos y sonidos con los que codificamos un mensaje oral o escrito. Eso, dejando al  margen la inconveniencia de distinguir al ser humano por un solo parámetro (esto sí que es educación segregadora), cuando cada uno es la suma de muchas variables que nos hacen seres únicos. Al fin y al cabo, no es tan despreciable sentirse profesionalmente más próximo a un galeno alemán que al granjero de una localidad vecina, o compartir la afición por el jazz con un industrial chino sin que te emocione glosar al ritmo de la ximbomba.

Siquiera un pasado compartido excusa la pertenencia a un proyecto común, ya que más tiempo hemos pertenecido a una cultura árabe y nadie se anexionaría o aceptaría con resignación que los territorios de Al Andalus se sumaran al imperialismo de algunos extremistas. La historia es más larga del punto de partido que algunos han escogido a su antojo y tan cruenta fue la pérdida de los fueros que tanto añoramos, como la de otras involuciones de las que ha sido testigo nuestra historia.

Que me disculpen, pero me resulta muy extraño observar cómo aquellos que niegan la existencia de un archipiélago que configura nuestra realidad social y política, admitiendo solo una personalidad insular definida, rinden pleitesía a un territorio más lejano y desigual, encontrando nexos más difusos y menos fundados que la hermandad de la tierra.

Comparto con 540 millones de personas la lengua de Cervantes y con 10 millones más la que empleara Ramón Llull, pero no me siento venezolano aunque hablemos igual, ni catalán por el mismo motivo. Respeto, aunque no comparta, su desafío soberanista, pero en esa aventura que no cuenten conmigo. Sobre todo porque no iré de viaje con quien me niega la existencia como pueblo y quiere imponerme su criterio sin el debido respeto.
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