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Propaganda

Por Fernando Navarro
viernes 05 de abril de 2024, 07:00h

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Cuando en 1933 el Reichstag fue incendiado, los dos maestros de la propaganda pusieron sus maquinarias en marcha. Por supuesto ni a Joseph Goebbels ni a Willi Münzenberg les importaba lo más mínimo la verdad: simplemente pretendían imponer el relato más adecuado para sus respectivos intereses. Para los nazis era esencial demostrar que había una conspiración comunista en marcha; eso les permitiría aprobar leyes para restringir el pluralismo y la libertad de expresión, y para comenzar a edificar su estado totalitario. Por su parte a los comunistas no les interesaba aparecer quemando parlamentos porque estaban empezando a considerar un avance más disimulado que la revolución directa. Esta estrategia, que se concretaría en los Frentes Populares, les permitiría acceder al poder aliados a partidos más o menos democráticos para, a continuación, desmontar desde dentro las estructuras democráticas. Obviamente los nazis ganaron la partida propagandística del Reichstag -porque jugaban en casa y porque el autor material del incendio resultó ser indiscutiblemente comunista- pero los comunistas consiguieron un triunfo parcial: que quedaran en libertad los investigados como autores intelectuales. Entre ellos el búlgaro Georgi Dimitrov, que saldría del juicio convertido en modelo de combatiente antifascista, y que más adelante comandaría la Komintern. Arthur Koestler describe en sus memorias la asombrosa campaña de desinformación que desató Münzenberg, que incluyó la creación de una red de «entidades independientes» y «expertos» que desarrollaron un juicio paralelo y que emitieron un informe supuestamente técnico -«El libro pardo del Reichstag»- que llegaría a ser usado en el juicio.

Pero con todos estos manejos la propaganda consiguió difuminar por completo la realidad, y aún hoy es difícil saber exactamente qué ocurrió. Como beneficio adicional los comunistas, al demostrar en juicio que Dimitrov no había mentido, consiguieron convencer a todos de que nunca habían mentido y nunca habían sido revolucionarios. Años antes, en abril de 1925, el jefe de estado mayor búlgaro había sido asesinado, y los terroristas habían aprovechado su funeral para detonar una bomba en el altar de la catedral de Sofía; de este modo pensaban descabezar al gobierno y las elites dirigentes búlgaras. Los comunistas fueron juzgados responsables de los 150 asesinatos resultantes, y el propio Dimitrov fue condenado a muerte in absentia. Pues bien, Münzenberg aprovechó el juicio del Reichstag para defender que, puesto que no se había demostrado su culpabilidad, también era inocente del atentado de Sofía. Por supuesto -como el propio Dimitrov aclararía posteriormente con total naturalidadla masacre había sido obra de los comunistas, pero ya importaba poco. Y es que eso es la propaganda, un intento sistematizado de sustituir la realidad por un relato conveniente para el propagandista. ¿Es algo del pasado, y de los regímenes totalitarios? Ciertamente éstos, no sólo disponen de un monopolio de los medios de comunicación, sino de un aparato represor para convencer eficazmente a los más reacios. Goebbels, que controlaba las emisoras de radio, podía limitarse a sembrar Alemania de antenas que predicaran su mensaje; y si no bastaba, ahí estaban los camisas pardas o negras para reforzarlo. Pero las democracias son igualmente vulnerables, como veremos.

En su estado óptimo -cuando la propaganda triunfa por completo- sumerge al que la padece en un fluido del que es incapaz de salir, lo que causa perplejidad visto desde el exterior. ¿Cómo es posible que no sé de cuenta? La primera reacción suele incurrir en dos errores sucesivos. Uno: puesto que a mí no me afecta, yo soy inmune a la propaganda. Dos: ese, al que observo intoxicado de propaganda, es obviamente más estúpido que yo. Sin embargo, la respuesta es mucho más sencilla: la propaganda no se dirige a todo el mundo, sino únicamente a los que pretende convencer. La propaganda nazi no era dirigida hacia el judío, sino contra él, y por eso éste la contemplaba horrorizado desde fuera. Es decir, aquel que contemple con desdén al intoxicado debe entender que, sencillamente, a él no le han suministrado aún la droga. ¿Droga? Sí, el receptor de propaganda anhela serlo. Si la propaganda sustituye la realidad por un relato, y éste es lo suficientemente atractivo, no hay nadie inmune a ella. Y es fácil presentar un relato atractivo siempre que reúna unos cuantos ingredientes básicos: pertenencia a una comunidad, sensación de virtud, sentido de la propia existencia y, sobre todo, un enemigo al que odiar. Porque obviamente la propaganda no se puede crear de la nada, y debe tener en cuenta, para empezar, nuestra naturaleza tribal. También, claro, debe ser acorde con la cultura, el Zeitgeist, la hegemonía y la moda: hoy no puede omitir el catastrofismo climático, o el feminismo de género. Pero, construida con estos mimbres, puede convertir a los ciudadanos en yonquis del relato, imponer una realidad alternativa, y pudrir una sociedad.

¿Y a qué viene todo esto? Pues a que ahora mismo asistimos a una de las más sistemáticas operaciones de propaganda desde la Transición, diseñada para ocultar los problemas de corrupción del Gobierno y su escandalosa transacción de impunidad a cambio de votos. Si usted es de centro o derecha puede percibirla perfectamente y contemplar los hilos con los que el Gobierno mueve sus medios de comunicación: la campaña no está dirigida a usted sino contra usted. Porque la mayor peculiaridad de esta campaña es que el chivo expiatorio escogido al que odiar, y sobre el que derivar las culpas, no es un colectivo minoritario sino más de la mitad de los españoles. Esto explica -otra peculiaridad- que el gran propagandista no pueda salir a la calle sin escolta, porque a nadie le gusta que lo designen como chivo. Por lo demás, la campaña se atiene estrictamente al canon. Decía Jacques Ellul que el propagandista nunca acusará al adversario de una fechoría cualquiera, sino precisamente de aquella que él ha perpetrado o se dispone a perpetrar. Y de este modo, obedientemente, Sánchez se dedica a llamar mentiroso a su rival, y Oscar Puente a denunciar los modales del contrario. Y también, por supuesto, escuchamos al sanchismo acusar a media España de crispar, cuando esa es precisamente su estrategia. Y así estamos, en mitad de una campaña de propaganda asombrosamente destructiva, empeñada en azuzar a media España contra la otra mitad para que Sánchez pueda permanecer tranquilamente en la Moncloa, pero de todo esto tendremos que seguir hablando.

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