Durante el transcurso de mi ya larga e intensa experiencia vital he gozado del enorme placer de haber mantenido un contacto constante y considerable con gallinas, cosa de la que no todo el mundo puede presumir. A día de hoy (bueno a día de ayer, que fue cuando el doctor Shneiderhann -máximo experto mundial en estas aves de la familia de las Phasianide- dictó el resultado de su último estudio en el que, entre muchas otras cosas, se da la cifra actualizada de personal gallináceo del Universo), hace poco, pues, decíamos, el número de estas bestias de vuelo frustrado y tristemente limitado era de dieciséis mil millones (16.000.000.000); en todo el planeta, se entiende.
Desarrollando a tope mi pericia en el saber sobre estos animales domésticos, les voy a ofrecer cuatro obviedades sobre este mundo bestial; más que nada con la finalidad de que ustedes se entretengan un poquito y relajen sus mentes después de los resultados de las últimas elecciones andaluzas.
Las gallinas son nerviosas. Observar, fijamente, a un tipo (o tipa) de esta especie gallinácea durante un cierto período de tiempo provoca el mismo resultado que cuando alguien contempla la cúpula de la imponente catedral de Florencia, obra de Brunelleschi; según el fabuloso Stendhal -refiriéndose a la citada obra arquitectónica florentina-, el impacto visual de tanta belleza produce una enfermedad psicosomática que causa un elevado ritmo cardíaco, vértigo, confusión y, finalmente, depresión. Pues igual pasa al mirar una gallina de día: no hay un solo segundo en que la susodicha ave se calme un poquito y deje de ejercitar su catálogo de tics incesantes. Su movimiento corporal es de locos. Constantemente, sin tregua alguna, cualquier parte externa de su cuerpo se mueve a retortijones cíclicos, tal que parece que sea poseída por el famoso “mal de San Vito”. El espectáculo es auténticamente lamentable. El estrés en estado puro. Dan ganas de gritarle (a la gallina): “¡tate quieta, coñe!”.
Las gallinas son útiles, eso sí que lo tienen. Fabrican, de modo natural, huevos que tienen dos funciones: la primera, con la acción del fuego, convierte un puto huevo en tortilla, huevo duro, huevo revuelto, huevo frito, huevo pasado por agua, etc; la segunda es la procreación, es decir, reproducirse para obtener más tortillas, huevos duros, huevos revueltos, etc, procedentes de nuevas gallinitas que, como quien no quiere la cosa, saldrán de un huevo que no será jamás tortilla, huevo duro, etc. Las gallinas tienen fama de putas, aunque no se ha podido probar, todavía, la veracidad de tan pésima fama. Copulan mucho, eso es cierto, pero eso no significa que cobren a tanto el acto. Follan rápido, esto también, pero yo me inclino a pensar que este hecho es responsabilidad de los gallos que padecen una cierta precocidad en sus eyaculaciones, para decirlo, así, finamente; o que creen, a pies juntillas, en aquello tan sobado de “lo breve, si breve, dos veces bueno”.
Las gallinas son crueles. Lo son por naturaleza. En determinadas situaciones -diríamos que inhumanas, si no fuera por que el personal terrenal lleva, también, su mala leche de serie- las gallinas se comportan de manera despiadada, sádica y, sobre todo, sanguinaria. Si una de sus compañeras de corral, por mala suerte, queda algo herida a causa de un pequeño accidente y sangra por el arañazo, las demás, la comunidad, en lugar de prestarle ayuda y darle algo de cariño o consuelo se dedican a joderla viva: la persiguen, la pican continuamente (si puede ser, alrededor de la herida) y no la dejan que se acerque a la comida ni al agua, hasta que acaba muriendo de aflicción y de abatimiento. Toda una lección de solidaridad.
Para finalizar (aunque me queda mucho en el tintero; bueno, tintero es mucho decir, actualmente), debo decir que las gallinas son ahorradoras. Básicamente, economizan en sabanas, colchones, mantas edredones, almohadones, etc. Duermen de pie, apoyadas en un puto palo lleno de mierda.