Sin una sola gota de sangre indígena, el descendiente de cántabros y mallorquines emigrados a principios del siglo XX, Andrés Manuel López Obrador, presidente saliente de Méjico, se aferra a la quimera de un esplendor perdido que el modesto y sanguinario imperio azteca jamás tuvo y que Hernán Cortés, por lo visto, le arrebató.
Naturalmente, en una pseudodemocracia como la mejicana, en la que solo las clases pudientes -y corruptas- han conseguido alcanzar el poder, convenía elaborar un relato de indígenas buenos y conquistadores españoles malos a los que culpar de las gigantescas desigualdades sociales que perviven aún hoy, más de un siglo después de la revolución.
Clichés como el de que los españoles saquearon el oro de las minas aztecas son hoy en día rebatidos por los propios historiadores mejicanos, como Juan Manuel Zunzunegui, que no se cansa de repetir que los españoles extrajeron solo el 7% del total desde la conquista hasta hoy y que la inmensa parte de ese oro se reinvirtió en América para financiar infraestructuras, entre ellas, catedrales y universidades. Otros, como las también mejicanas Guadalupe Jiménez Codinach, doctora en Historia por la Universidad de Londres, o Úrsula Camba Ludlow, doctora por el Colegio de México, destrozan literalmente la llamada leyenda negra, que atribuyen a espurios intereses políticos. Les animo a escuchar las disertaciones de todos ellos en las redes.
Ya en 1551, los españoles, por iniciativa regia, fundaron la Real y Pontifica Universidad de México. Y sólo habían transcurrido 30 años desde la conquista. (Ya me contarán ustedes cuántas universidades han fundado los 'gringos' para los Sioux, los Navajo, los Comanches o los Apaches desde el Mayflower hasta hoy). En 1624, el rey de las Españas autorizó la creación de la de Mérida, y en 1792, la de Guadalajara. Obviamente, estos faros del conocimiento en tierras mejicanas no fueron pensados para satisfacer las necesidades culturales de los peninsulares, sino, sobre todo, las de los propios nativos de la Nueva España y de la sociedad que iba surgiendo del mestizaje.
Si comparamos esta situación con la de nuestra tierra, Fernando II el Católico había bendecido la creación de Real y Pontificia Universidad Luliana y Literaria de Mallorca, conocida como Estudio General Luliano, en 1483.
Es decir, Castilla -pues España es un concepto bastante más moderno- aplicaba a los habitantes de los territorios de América anexionados idéntico trato al que la Corona castellano-aragonesa daba a los súbditos de la Península o las islas.
Escuchar, pues, a López Obrador vomitar toda esta sarta de memeces destinadas a engañar y satisfacer los bajos instintos de las capas menos instruidas de la sociedad mejicana produce repulsión, especialmente viniendo de un demagogo cuya mera existencia física debe al país de sus antepasados, España, al que parece ser aborrece por razones que solo él sabrá.
Sin embargo, lo peor de la imbecilidad es que resulta contagiosa, y la nueva mandataria mejicana, Claudia Sheinbaum, blanca caucásica hasta su última célula, descendiente por parte paterna de emigrantes judíos askenazís de la Europa del Este y, por su madre, de judíos sefardíes -es decir, judeoespañoles- procedentes de Bulgaria, todos ellos llegados a América huyendo de la II Guerra Mundial, reitera todas y cada una de las consignas de su predecesor, hablando de los españoles como "invasores". En cambio, los procedentes de Lituania y Bulgaria debían de ser turistas.
Si alguien tiene que pedir perdón aquí es el memo de López Obrador, pero no solo a la sociedad de su país por engañarla durante años con embustes para alimentar el odio antiespañol, sino también a todos los que, como descendiente de españoles, ha ofendido gratuitamente, sin saber -menudo zote- que se estaba insultando a sí mismo.