Allá por la mitad de los años treinta del siglo pasado, existió en la ciudad de Barcelona un personaje cuya personalidad estimulaba la curiosidad de la gente que circulaba por su alrededor, aquellas personas que le conocían de cerca. Se llamaba Joan Estelrich y ejercía, con mucha profesionalidad y talento, el oficio de camarero en un enorme establecimiento situado en plena Plaza de Catalunya denominado “La Luna”; un café con mucho carácter y famoso por las tertulias de algunas celebridades del mundo literario, artístico e incluso taurino.
El tal Estelrich parecía estar ligeramente tocado por el viento de tramontana, la ventisca que arrasaba, regularmente, su comarca natal, el Empordá. Era un individuo especial por sus múltiples manías, su particular sentido del humor y sus solemnes excentricidades, que ahora no vienen al caso. Por si esto fuera poco, nuestro sirviente era un mitómano de mucho cuidado; admiraba, exageradamente, a personas famosas en muchos ámbitos de la vida, principalmente artistas y políticos. Tal era la admiración y la fascinación que les profesaba que, en sus ratos libres, les mandaba -a cada uno de sus preferidos- una caja de madera llena a rebosar de melocotones de su tierra. Así lo hizo con, para poner algunos ejemplos, afamados e ilustres personajes tales como Maurice Chevalier, Albert Einstein, Stanley Baldwin (primer ministro británico), Pablo Picasso, el rey Alfonso XIII y -en el colmo de su gesta- envió sus preciados melocotones al mismísimo Adolf Hitler, quien, como casi todos sus predecesores en las expediciones fruteras, le mandó acuse de recibo de su presente, con palabras de agradecimiento. Joan Estelrich solía mostrar, con mal disimulado orgullo, los certificados recibidos por parte de los implicados (o bien de sus jefes de gabinete) a todo aquel que le quería prestar atención.
Les he relatado esta, para mí, linda historia, porque estoy cavilando, seriamente, realizar un acto de parecida configuración, aunque centrándome en una sola persona. Me explico: no ejercito como católico no obstante pertenecer a la Organización, lo cual no es obstáculo para reconocer que me mola el Papa actual, el apodado Francisco (su verdadero nombre es Jorge Mario, como todo argentino que se precie). Me parece -cierto que mi opinión es muy superficial; con poca base- que es una persona sensata y prudente, que ya es mucho. Brevemente, me cae muy bien este dignatario y he decidido mandarle un obsequio en calidad de agasajo para mostrarle mi simpatía (y, de paso, ver si me contesta y puedo ir por ahí exhibiendo mi “trofeo” particular).
Después de darle mucho al coco para escoger el presente, he llegado a la conclusión que le debería remitir algo que, naturalmente, me gustara también a mí. “Y -yo que me digo- ¿qué mejor que una caja con un par de quilos de percebes, manduca que me pirra como lo que más?” Ya sé que el Pontífice no se los va a zampar en público (instalarse en plena columnata de Bernini tragando percebes no le crearía una imagen demasiado positiva), pero por la noche, antes de recogerse en sus aposentos, convenientemente arremangado y con un albariño bien fresco, estoy convencido que se lo pasaría pipa. Sí, voy y se lo mando.
Yo, por mi parte, no tengo palabras que definan correctamente lo que siento emocionalmente cuando le adjudico un percebe a mi esófago; puedo percibir los virajes peristálticos que se celebran en mi epigastrio con una alegría imponente.
Y ya que no me queda espacio para que yo les vaya instruyendo en algunas de las variades virtudes que poseen estos animalillos roqueros, paso a brindarles un pequeño poema que les fue dedicado (a los percebes, sí!) por el extraordinario rapsoda coreano Chong hyon-Jong. Debo advertirles que la traducción es del catedrático de filología española de la Universidad de Seúl, Chung Jin- Kyu.
“Percebe, percebe,
tú que sabes que la vida es breve,
deja ya de bucear, y atiéndeme un momento,
no me llores un lamento
y aguanta las olas del mar”.
Les adjuntaré la respuesta del Sumo, en cuanto la tenga en mano.