Paciencia

Por las venas de Teresa Romero fluye ya la esperanza carmesí con la que una monja guineana la ha ayudado a vencer la fiebre hemorrágica. La auxiliar de enfermería madrileña, que tuvo el dudoso honor de ser la primera contagiada por el virus diabólico fuera de África, comienza a recuperar la confianza en el ansiado día que le permitan volver a pisar la calle para abrazar a su familia. A buen seguro que llorará la pérdida de su entrañable mascota, pero no tanto como quien le ha facilitado el suero de la vida, que ve morir cada día nueve de cada diez personas que se contagian. Una hermana superviviente, cuya recuperación explica por qué su madre se llamaba Milagrosa y que le pusieron por nombre Paciencia, porque de los trillizos que parió, ella fue la última.

Considerar que el pronóstico halagüeño de nuestra paisana y de la quincena que permanecen aislados en el hospital Carlos III es una buena noticia, no evita que sigamos temiendo el avance de la pandemia y la masacre que está provocando en países que cuesta ubicar en el mapa. Allí, donde llegaron unos miles de soldados norteamericanos y un puñado de médicos cubanos sin pasaje de vuelta, muchos  misioneros altruistas comparten desde hace años su fe y la miseria. Órdenes como la de la Inmaculada Concepción, cuyos hábitos luce aún la hermana Paciencia Melgar, o la hospitalaria de San Juan de Dios, son héroes anónimos que sólo han adquirido protagonismo cuando han perdido a dos de sus hijos, repatriados en las últimas.  Miguel Pajares, Manuel García Viejo, Chantal Motwameme o George Combey son sólo algunos ejemplos de víctimas mortales, entre los más de dos centenares de sanitarios que ya han dejado su vida por salvar otras y a los que no recordamos cuando el pánico nos hace perder la cabeza. A ver si, al tiempo que perseguimos responsabilidades políticas, hacemos algo por galardonar a los verdaderos soldados de esta guerra.

Antes de que concluya octubre, en el sur de Europa nos recuperaremos de una de las más convulsas semanas de nuestra historia reciente, en la confianza de que el mortal okupa, venido del sur, se haya ido para no volver jamás o antes de que una vacuna lo impida. Hasta Cataluña se ha quedado más pequeña y menos altas sus fronteras, cuando el adversario  es tan universal que habla todas las lenguas y ataca sin miramientos, a diestras y siniestras. Por esta vez, la mantequilla de la tostada  ha caído de cara, provocando un suspiro de alivio por las calles de España. Mientras, los tejanos de Dallas contienen el aliento para evitar que la mortífera alimaña, que está suelta, se apodere de sus agitadas almas.

Las conciencias que están a salvo de ser incineradas son, seguro,  las de los voluntarios de primera línea, que no sólo evitan que se propague la enfermedad, sino que palían sus efectos allá donde hace más falta. Espíritus repletos de bondad y abnegación que, inspirados en lo trascendental, se envuelven de santidad para que otros podamos dormir en paz entre las sábanas. No les perdamos de vista, ni les releguemos al olvido cuando la decaiga la temperatura del ébola, porque se han ganado un pedacito de cielo y nuestra gratitud eterna.

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