Este fin de semana, los medios de comunicación describían la cumbre europea como el momento en el que el Reino Unido se quedó aislado, olvidando que el problema del euro está de nuestro lado del Canal de la Mancha. Un comentarista de la prensa británica decía ayer mismo que “es el mismo aislamiento que debieron sentir los que no pudieron subir al Titanic en su viaje inaugural”. En cambio, el resto de Europa parte segura de sí misma hacia esta nueva singladura que, en demasiados ámbitos se dice que va a acabar en el fondo del mar, porque las causas de la crisis del euro siguen sin ser abordadas.
El mensaje de esta cumbre no es el acuerdo, que pasó bastante escondido, el mensaje es uno contra todos. Traducido a un lenguaje más sencillo, entendemos que todos han tomado un acuerdo, que sólo uno está en contra y que, por lo tanto, parece obvio quién es el que se equivoca. El mensaje no está en el contenido sino en la forma. La culpa es de quien hace diez años dijo que el euro sin mecanismos de compensación entre países ricos y pobres no iba a funcionar.
¿Qué se acordó este fin de semana? Se decidió que los diecisiete países integrantes de la eurozona, más nueve de los que no están (aunque tres de ellos supeditan su acuerdo a lo que digan sus parlamentos), someterán sus políticas presupuestarias al veredicto de la Comisión Europea. Y, al mismo tiempo, acordaron limitar el endeudamiento (en nuestro caso ya lo habíamos incorporado a la Constitución, pero se ve que aquello no basta), y avanzar hacia la creación de políticas fiscales comunes. Esto equivale ni más ni menos que ceder una parte sustancial de la soberanía de un país para que Europa decida en su lugar. En el caso de España cambiamos a Zapatero o Rajoy, por un tal Van Rompuy; unos gobernantes que hemos elegido nosotros por un señor cuyo nombre no hemos visto jamás en las papeletas y que no hemos escogido. O, si prefieren, un tal Barroso, que tampoco hemos votado jamás.
TODO SIN CONTAR CON LAS URNAS
Muchos, con un sentido práctico admirable, dirán que “peor que Zapatero no lo harán”, razonamiento que permitiría a Mugabe llevar el timón de España. Pero, desde luego, no es esto: una decisión de este calado no se puede adoptar en una noche en Bruselas, por un presidente en funciones, y sin que nadie tenga voz. Y no se puede aceptar fácilmente que la facultad de aprobar los Presupuestos y de decidir los impuestos se trasfiera sin que los españoles tengamos nada que decir. Y tampoco es fácil aceptar que sea la Comisión, una entidad absolutamente no democrática, la que asuma este papel (por cierto, una Comisión dirigida por uno de los políticos corresponsables del desaguisado financiero portugués).
En Cataluña hay silencio pero, como es obvio, anteanoche su pacto fiscal se fue al garete; esa decisión que en Madrid hubiera provocado una crisis emocional, que hubiera puesto a media España al borde de la crisis de nervios, la adoptamos en términos mucho más radicales, sin que nadie rechistara. En el País Vasco y Navarra su fuero se esfumó sin que nadie abriera la boca, porque la convergencia fiscal no permite diferencias por razones históricas y todas esas cosas con las que las patrias pequeñas se llenan la boca. Nos van a dejar recaudar, mientras nos dejen. Tenemos el consuelo de que acordamos lo mismo que acordaron los portugueses, italianos o griegos. Ustedes dirán que también Alemania firmó este acuerdo, lo cual es verdad, pero ¿alguien a esta altura duda de que unos acordamos ceder nuestros poderes, mientras otros acordaron hacerse cargo de ellos?
CEDEMOS NUESTROS PODERES
La pérdida de soberanía que acordamos este viernes tiene sus motivos, es defendible y, tal vez, si se hubiera sometido a votación y con una explicación correcta, podría ser apoyada. ¿España tiene alguna alternativa fuera de la Unión Europea? (Por favor, no recordéis la existencia de Suiza o de Noruega porque aquí hablamos de España, con nuestra particular forma de hacer las cosas). Posiblemente nuestro único destino sea ser cola de león, lo cual no está tan mal; posiblemente estamos condenados a ser gobernados por los alemanes o por los franceses quienes seguramente nos dejarán aquí poderes para algunos gastos menores. Pero, si esto tiene que ser así ¿no hubiera sido recomendable un proceso democrático? ¿No me llamaron a las urnas para votar una Constitución europea que quedó en nada y que no implicaba ni la mitad de la cesión de soberanía que vamos a acordar ahora?
No estaría mal que en España, donde hasta hace nada reivindicábamos con virulencia que el poder debe estar cercano al ciudadano (ahí están los Parlamentos autonómicos y en nuestro caso hasta los consells), aduciendo que eso es verdaderamente democrático, nos explicaran por qué ahora no hay necesidad de votar esta pérdida de soberanía. Y cómo se argumenta que este poder se tiene que alejar del ciudadano, cuando precisamente nosotros defendíamos lo contrario.
Si este vergonzoso déficit democrático no hubiera bastado para descalificar cómo se están haciendo las cosas en esta Europa desesperada, lo peor es que muchos creen que estas medidas no resuelven nada: el problema europeo de fondo, se aduce, no es el déficit público (salvo en el caso griego), sino la diferencia de competitividad de las economías centrales, con Alemania a la cabeza, y las periféricas. Y ello sin mecanismos de reequilibrio (lo que dijo John Major hace diez años cuando adujo por qué no quería entrar en la eurozona). Ese, dicen los expertos, era el problema y desde ayer sigue siendo el problema, porque no se ha tocado. Esto ya sería el colmo. En todo caso, la respuesta la veremos en breve.