La supervivencia de UM depende en gran medida de que alcancen el 5 por ciento de sufragios que garantizan el escaño, una meta que cada día se aleja más, y cuyo logro tampoco supondría un bálsamo de tranquilidad, pues un único escaño hasta podría ser irrelevante en el tablero de los pactos. Eso sí, peor sería no acceder siquiera al reparto de dinero que corresponde a los partidos con presencia en el parlamento, con su obligada aparición en medios de comunicación. La fortaleza en algunos ayuntamientos de la Isla también se vería diluida sin la partida económica derivada de una silla autonómica. La salida del trance para Melià y los suyos es obviamente muy incierta, ante el aluvión de arrestos e imputaciones de dirigentes de la formación a pocas fechas de las elecciones, lo que les ha llevado a encomendarse al marketing para intentar sortear su conversión en una formación prácticamente marginal. Pero los de UM no han sido los únicos que han optado por un cambio de nombre para tratar de despojarse de sus vergüenzas, sino que para encontrar un precedente más cercano en Mallorca basta con apreciar el bautismo que Francina Armengol ha dado al segundo cinturón, después de sus fervientes ataques al proyecto cuando se encontraba en la oposición. Tantos unos como otras obvian que el marketing es algo accesorio, que a la hora de comprar un producto es más importante la calidad del contenido, y que los cambios de nombres en política tienen prácticamente un nulo efecto en la reputación de sus protagonistas, como se ha visto en el País Vasco con las distintas denominaciones de Batasuna. El concepto de ciertos políticos sobre la inteligencia de los ciudadanos queda muy nítido con sus apuesta contra acrónimos estigmatizados, como si nadie fuera a percatarse de que bajo un nuevo nombre se esconde la misma sustancia de la que sus dirigentes reniegan. Y el rechazo a lo propio es el camino más corto para que el resto se contagie de esa actitud, a lo que hay que añadir el enfado de a quien pretenden tomar por tan superficial como para no ver el poso del vaso, sin que un atisbo de humildad permita el perdón por los desmanes en un caso, y por el sectarismo en otro.