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Un exceso de sinceridad

Por Josep Maria Aguiló
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jmaguilomallorcadiariocom/8/8/23
sábado 03 de junio de 2023, 05:37h

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Una de las cosas que más puede contribuir a alterar nuestro estado de ánimo son las llamadas telefónicas que recibimos a lo largo del día, salvo que al otro lado del hilo telefónico o de las ondas electromagnéticas escuchemos la voz de una persona amiga, de un familiar que nos quiere o de la mujer o del hombre de nuestros sueños.

Precisamente, el motivo principal por el que los periodistas solemos estar casi siempre continuamente alterados es porque nuestros móviles rara vez dejan de sonar de lunes a viernes, e incluso también durante los fines de semana. En ese sentido, la alteración suele ser ya máxima cuando quien nos llama es un jefe de prensa o un representante político para, muy cariñosamente, reñirnos.

En cualquier caso, las llamadas hoy más habituales para todos suelen ser de carácter propagandístico o comercial. Raro es el día -y sobre todo el mediodía- es que no nos llama alguien para intentar convencernos de que cambiemos de compañía telefónica, de compañía eléctrica, de compañía de seguros o incluso de compañía a secas.

El objetivo básico y esencial de cada una de esas llamadas se podría resumir con la frase más célebre de Vito Corleone en El padrino: «Le haré una oferta que no podrá rechazar».

El problema surge, paradójicamente, cuando nosotros rechazamos esa hipotética oferta ya desde el primer instante, pues nuestro posible interlocutor no suele darse nunca por enterado, ni por aludido, ni por vencido, ni por ningún otro participio, e insiste una y otra vez, hasta que, muy amablemente, nosotros anunciamos que vamos a colgar justo en ese momento.

A veces, la insistencia de nuestro interlocutor suele ir, incluso, un poco más allá de lo esperado. Les puedo contar, por ejemplo, lo que me ocurrió ayer mismo con una de esas llamadas. Tras varios minutos de charla y ante mis reiteradas negativas a cambiar de operador telefónico, el comercial de la competencia que me llamó me dijo, textualmente: «Entonces, ¿prefiere usted vivir instalado en la mediocridad?».

Así, tal cual. Eso me dijo una persona que unos segundos antes no me conocía absolutamente de nada. Increíble, pero cierto. A punto estuvo de darme un síncope. Instantes después, y tras despedirme muy amablemente, colgué.

Unos minutos más tarde, me llamó una persona de un club de lectura y de coleccionismo a la que yo tampoco tenía el gusto de conocer, para decirme que me iban a obsequiar con tres regalos «completamente gratuitos», por los que, no obstante, tendría que pagar diez euros. Muy amablemente, decliné su generosísimo ofrecimiento, así que al final me quedé sin esos «regalos».

A lo largo del día de ayer recibí aún varias llamadas comerciales más, pero ya no tuve ánimos ni fuerzas para descolgar el teléfono, pues no todos los días rechazas tres regalos más o menos gratuitos o alguien te hace ver algo que intuitivamente ya sabías: que aun con tarifa plana y resolución 2K vives -o sobrevives- instalado en la mediocridad.

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