Cenaba yo, tranquilo, la otra noche, la última del año. Solo, sin sombrerito, ni espantasuegras, ni uvas, ni casi nada. Miré por la ventana y era de noche; por eso cenaba.
Disfrutaba de un maravilloso manjar, algo que ya nadie come entre la clase media-alta. Se ingiere entre los pobres que malviven en aldeas aisladas ubicadas en medio de páramos secanos, bosques abandonados, paisajes desolados o estepas solariegas; jamás cerca del mar.
Me había cocinado, con amor legendario, lo que se viene a llamar “mollejas”, aunque este vocablo abarca dos significados alejados de contenido: por una parte, el buche de las aves; por la otra, el timo de corderos o terneras de leche (que maman y no han degustado, todavia, ni una brizna de hierba). En lo que se refiere al buche de las aves viene a ser un auxiliar digestivo de patos, ocas, pollos, etc. Suele ser sabroso pero duro y pedregoso. Las aves – pájaros incluidos, claro – mezclan entre sus alimentos habituales, piedrecitas que facilitan su digestión; raro, sí, pero eficaz para su íntima endocrinología. Nada que discutir. El timo, en cambio, es una glándula torácica, situada debajo del esternón, que interviene en el sistema inmunológico de algunos animales de leche; básicamente, terneras y corderos. A los dos “colgajos”, pues, se les denomina mollejas. Yo, comía, aquella noche, el timo de una ternerita.
Esta pieza culinaria forma parte de la denominada “cocina pobre” española: 10€ el quilo; pura casquería tradicional. Pero no en todas partes cuecen habas: en los mercados franceses (en Les Halles de París, sin ir más lejos o sí) el mismo despojo se cotiza a 50€ el quilo. ¿Economía de mercado? No: imbecilidad carpetovetónica. Nota: por cierto, para quien visite Francia y se plazca en degustar tamaña muestra de sibaritismo culinario tendrá que pedirlo en frances: ris de veau. De nada.
Pero bueno, ¡qué caramba! Yo no pretendía hablarles de todo esto. Yo, simplemente, estaba cenando y… he mirado mis manos: la izquierda con el tenedor y la derecha con el cuchillo. He observado detenidamente mis extremidades como si fueran miembros ajenos a mi persona. He captado unas manos viejas, repletas de arrugas, nervios, venas, manchas en la piel; manos de mitad del siglo XX, erosionadas, cual acantilado cantábrico, por el tiempo, la rutina, la cotidianidad más cruel, por el desgaste general anatómico.
Siempre que me reflejo en un espejo, ojeo una cara que no me sorprende. Llevo muchos años conviviendo con el mismo rostro, por suerte o por desgracia. Mirarme la faz me ofrece un panorama visual que, debido a la constante periodicidad de tal acción iterativa, no me permite entrever cambios excesivos (que los hay, claro; ¿cómo si no?). Si la última vez que hubiera utilizado un espejo hubiese sido hace más de cincuenta años mi sorpresa, ahora, sería mayúscula. Pero a mis manos, ambas dos, nunca les había prestado atención alguna (cuando lo de las uñas, lo mecánico oculta la realidad). Total: me he quedado perplejo. Me he susurrado: “¡Oh, my God!”. Sí, no sé el motivo pero lo he balbuceado en inglés…
Aquella misma mañana, había acariciado las manos (menudas, ellas) de mi vecino preferido,Tomasín, de medio año de vida tranquila y civilizada: delicadas, bien construidas, frágiles, sensibles, tiernas, suaves, pulcras… manos con un bonito futuro.
Francamente, mis manos me han decepcionado. No me lo merezco. Pienso que ya no soy lo que era; esto es evidente. ¿Se hallará mi cerebro en las mismas condiciones? ¡Diós, que horror!
Tomasín observará sus manos allá por los dos miles ciento quinces. Justo, en ese momento, los gusanitos habrán dejado las mías más peladas que mis famosas mollejas.
Tempus fugit: ¡joder, y a qué velocidad!