JAUME SANTACANA. Tengo el inmenso placer de haber podido conocer a José Juan Bigas Luna con una cierta profundidad. De hecho, siempre, desde que nos conocimos el año 1976, consideró que él y yo éramos hermanos. Cuando, ante su afirmación, alguien comentaba: “pues sí que os parecéis…”, Bigas respondía ineluctablemente: “No es que nos parezcamos, es que somos hermanos.”
Fui ayudante de dirección en su primera película, “Tatuaje”, basada en una novela de Vázquez Montalbán, en la que el personaje principal fue el ya clásico Pepe Carvallo, investigador de pacotilla, pero listo, sensible, y con mucha retranca.
Bigas Luna no tenía la más mínima noción del lenguaje cinematográfico (para esos nos había contratado a los profesionales) pero tenía clarísimo el criterio con el que “fabricar” el producto.
Fue un hombre con una personalidad a prueba de bomba; Poseía una manera de ser francamente curiosa y muy atractiva: buena gente, allá donde los haya; serio con sonrisa humana; mirada entre escrutadora, investigadora, y humanamente bondadosa; muy sensible, sin ninguna clase de chulería. Por debajo de todas estas virtudes (que lo convertían en la persona ideal para trabajar juntos) era extremadamente maniático. Su peine debía ser “su peine” y sus horas y minutos eran de una precisión clamorosa, incluso en sus aspectos fisiológicos.
Era inteligente y su trato con sus colaboradores fue siempre elegante; en muy pocas ocasiones le vi irritado o enfurecido: durante estas excepciones, la ira se lo comía interiormente, aunque no aparecía reflejada en su calmada fachada.
Así pues, en “Tatuaje” nos hicimos “hermanos”, que no amigos, y así hasta poco antes de fallecer. Volvimos a coincidir profesionalmente en el extraño film “Reborn” (“Renacer”), un argumento sobre los telepredicadores americanos, un oficio que le tenía excitado. Rodamos en Texas y más tarde en Barcelona. Más tarde, Bigas me llamó para varias de sus películas, pero no coincidimos.
En los últimos meses, me lo llevé a Salerno (sur de Nápoles) para recibir un premio de su Festival de Cine, el más veterano de Italia. Con esta excusa, pasamos una semana de locura visual, con miles de conversaciones interesantísimas, y un “festival” paralelo de gastronomía y turismo (alucinaba observando las ruinas romanas de Pompeya y Herculano. Se hartó de mozzarela, vino “bianco” y de curvas en Amalfi.
La última vez que nos vimos, pasé un día entero de una felicidad incomparable, en su casa de Tarragona.
Siempre afirmó rotundamente que las mejores sardinas asadas del mundo se las había comido en mi casa.
¡Ciao, querido Bigas!
¡Espérame, “hermano”!