JAUME SANTACANA. Bueno, pues eso: que ya no queda ni un ápice de decencia…
Yo tenía un amigo; un buen amigo, de esos en los que se puede confiar. Un amigo de los de verdad, para lo bueno y para lo malo. Mi fiel amigo es de fuera, de allende los mares, o sea, ultramarino, como si dijéramos.
Uno está en casa tranquilamente. En esas, que suena el teléfono. Era mi amigo y me anunciaba, alegremente, que pensaba venir a mi casa (previo avión). La verdad, tuve un cierto ataque de felicidad. Gran ilusión. Llegaría al aeropuerto un viernes a las once de la mañana…y “desaparecería” un domingo a las nueve y media de la noche. El fin de semana se presentaba perfecto. Justo antes de colgar el móvil, me comenta –como quien no quiere la cosa - como una simple postdata: “voy con mi familia”. Me quedé de pasta de boniato. “Sí, mira, van a ir conmigo mi mujer y mis tres hijos”. Me cayó la mismísima bola del mundo (la que soportaba Atlas en sus hombros) encima de mi frágil cerebro. ¡Chaaaaafff!
A mi, personalmente, esta “invasión” me pareció, a bote pronto, una auténtica desfachatez; un escándalo, ¡vamos! ¿Cómo se puede ir por el mundo con toda la familia? ¿Con que santa ligereza se atreven a “autoinvitarse”, siendo un grupo de cinco (tres de ellos, además, niños de edad indeterminada…).
No tuve más remedio que atenderles: aeropuerto (mi vehículo es normal, es decir, civilizado; no está preparado para multitudes insensibles); llegada y recepción en mi domicilio en medio de un caos incuestionable (reparto de camas –mi casa no es un Meliá- sábanas, toallas, turnos para baño y duchas, etc.); tema alimentación (un puto desastre; ¿qué les das a un ejército de bocas hambrientas? Sobretodo a la chica adolescente que come lo que se gastó Bankia en su momento financiero más brillante…); finalmente, aparecen los problemas de transporte, lavado de vajillas, gritos, sollozos, sillas rotas, y un largo etcétera. El “largo”, eterno, fin de semana se pareció mucho, pero mucho, a la Guerra con los Cien Mil Hijos de San Luís.
No son mala gente, no crean. La madre de los cachorros es una señora guapísima, con un buen don de gentes y simpatía arrolladora; el niño, posee una expresividad increíble en su bonito rostro, tal que lo hubiera pintado Giotto…y además, pobrecito, canta como los ángeles; la chavala –de una adolescencia de libro- traga lo que nunca vi, ni en el festín de Babette…aunque es noble y cariñosa. Respecto del tercer hijo - un bebé de meses, bellísimo en estado normal- no puedo decir gran cosa: en los tres días no paró ni una décima de segundo de berrear como un condenado…
En fin, que yo creo que debería ser delito, “abusar” de la hospitalidad y la generosidad de un anfitrión de ese modo. ¡Unos días como para no olvidarlos jamás! Al despedirnos en el aeropuerto, ya salidos del pobre Golf, lloré. Lloré abundantemente. No me lo podía creer. Mientras les abrazaba pensaba en el más allá (en el más aquí, mi vida había quedado truncada, prematuramente, para siempre). Ya nunca nada sería lo mismo.
Perdí un amigo. ¡Qué pena! Bueno, quizás he ganado una familia…