JAUME SANTACANA. Con la gente pasa una cosa curiosa. A través de los tiempos, uno se relaciona, durante algunos períodos de la vida, con determinadas personas en un clima de cierta intensidad. Me refiero, por ejemplo, a lo que antes era conocido como el servicio militar obligatorio (la famosa “mili”); o bien, la escuela; o el instituto i la universidad; o los distintos empleos ejercidos durante años.
Durante el tiempo preciso en que las personas pasan una considerable cantidad de horas conjuntamente, se crea una especie de “camaradería” que, según parece, debería continuar “de por vida”. En muchas ocasiones se mezcla una relación puramente de trabajo o estudio, con un falso sentido de la amistad. Cierto que, a veces, el ritmo de trabajo es alto y la proximidad durante horas propicia muchos ratos de ocio posterior que invita a intimidades y confesiones de todo tipo; atardeceres de bares, celebraciones de toda clase de eventos (cumpleaños, revista número mil, nacimientos, etc.), excursiones, viajes, y mil excusas más.
Hasta aquí, todo correcto; nada que objetar. Pero la vida –como dice el topicazo- da muchas vueltas. Y uno acaba una etapa y empieza otra; finaliza un estudio o un trabajo y se dedica a otro, normalmente bien distinto del anterior. En esos momentos de cambio, se producen despedidas y, simultáneamente, flamantes incorporaciones: nuevos compañeros de trabajo, nuevos atardeceres de bares, aniversarios, viajes, etc.
Y, con el mismo ritmo con el que se olvida lo viejo, se pone en marcha lo nuevo. Y así, sucesivamente durante el período vital y laboral.
Sucede, pero, que algunas personas, no realizan correctamente el cambio de escena estudiantil, militar, o laboral y creen, concienzudamente, que todo sigue igual.
Dos ejemplos: en un momento determinado, alguien fallece y uno, con buena voluntad, asiste al sepelio del finado. Allí, se encuentra con un tipo con el que había trabajado durante un tiempo y ese, con toda seguridad, le espeta: “!Ostras tu, tanto tiempo sin vernos y precisamente hoy hemos coincidido!” Uno capea como puede el temporal de banalidades y consigue despedirse sigilosamente.
Dos semanas más tarde, otro conocido que “palma”: nuevo funeral. El mismo “examigo” que la última vez quien, sin miramiento ninguno, exclama: “!Ostras, tu, lo que son las cosas: hemos estado un montón de tiempo sin vernos y ahora, en sólo dos semanas, “patapam”, dos veces! Nos deberíamos ver en alguna situación menos lúgubre, ¿no crees? Por qué no vienes, la semana que viene, a cenar a casa y así te presento a mi muj…?” Situación criminal.
Segundo ejemplo: uno va por la calle, tan tranquilamente y, de repente, se le aparece un tipo que se le planta justo en frente y te mira a los ojos, directamente. No sabes que hacer. El tipo no afloja, hasta que te pone las manos en los hombros y “rebuzna” algunas palabras incomprensibles, acompañadas de risotadas ridículas. En un momento, el tío frena en sus idioteces para, con los ojos conmocionados, preguntarte: “oye, gilipollas, ¿sabes quien soy, no?”
Antes que puedas reaccionar (“no se quien eres, ¡imbécil!”) el mamón te ametrallará a códigos de corte estúpido, a modo de pistas, algo así como: “¡joder, chaval! Si tu eras el 16…¿Y la vieja del estanco?...Anda que no sabes quién soy…El día de las putas de Córdoba…Y el gol que le metiste al Sánchez…”
Lo más recomendable –ante estos pedazos de cretinos con patas- es decirles que sí, que ya caes, soltar un par de “memeces” y de risas tontas y –justo antes de que te invite a cenar- salir corriendo al estilo de los dibujos animados, dejando una cierta polvareda bajo tus pies…
Amigotes…