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Europa poliédrica

jueves 21 de marzo de 2013, 10:08h

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MARC GONZÁLEZ. A estas alturas, como creo que les sucede a muchos europeos, ya no sabemos si la mal llamada Unión es buena o mala para nosotros.

Desde la transición, los españoles hemos tratado de sacudirnos nuestros seculares complejos de pueblo de boina y olor a ajo abrazando la fe europeísta con entusiasmo. Europa -como si no fuésemos ya parte de ella- nos iba a democratizar, modernizar, espabilar y contribuir a olvidar los episodios más negros de nuestra historia reciente.

Sin embargo, 27 años después del ingreso en la entonces llamada Comunidad, nuestro europeismo militante está muy tocado.

Una Alemania unida de 82 millones de habitantes lidera un proceso montado sobre la base de los intereses de las grandes corporaciones y no, desde luego, de los ciudadanos. El mito europeo se identifica en Alemania con la eficiencia del norte protestante, que tiene la obligación de domesticar al sur rebelde y ampliar sus fronteras a los territorios adyacentes en los que Alemania vierte e invierte sus excedentes económicos. Salvo por el carácter pacífico del proceso, se parece demasiado a la tesis del espacio vital, de triste recuerdo.

A ver si se enteran de una vez: ser europeo no es travestirse de alemán, por más que el pueblo teutón atesore admirables cualidades que es justo reconocer -junto a sus defectos colectivos-, claro.

Europa nació a orillas del Mediterráneo, y se ha movido durante siglos a la velocidad justa que permite conciliar la reflexión y el pensamiento capaces de engendrar el teorema de Pitágoras, el Corpus Iuris Civilis de Justiniano o el jamón de pata negra, con el disfrute del solecito y de las bondades del entorno. Construir un ente que sea al tiempo útil para el norte cuadrado y para el sur elíptico es francamente difícil, porque, más allá de la voluntad común, nuestros cerebros se mueven por impulsos bien distintos, y esto no es sólo un topicazo, sino una realidad que palpan cada día nuestros casi dos millones de compatriotas que viven ya fuera de nuestras fronteras.

Toda esta filosofía de barra de café que les he largado viene a cuento por las contradictorias noticias que provienen de la Unión y que la confirman plenamente. De una parte, el Tribunal europeo de justicia es el órgano que ha acabado subrayando los abusos continuados que nuestro decimonónico sistema hipotecario propicia, obligando a nuestros jueces a limpiar de telarañas, moho y olor a rancio sus repertorios jurisprudenciales y, por otra, Van Rompuy y sus secuaces, que arman tal cisco en Chipre -con los mismos habitantes que Mallorca- que sólo en dos días en España hemos perdido más de lo que con el infumable corralito diseñado por Berlín pretendían garantizar.

Esta es la Europa unida que hemos construido, un engendro asimétrico basado en principios humanistas, pero desarrollado bajo la tutela de la banca y los grandes capitales, a quienes las personas les interesan solamente como clientes a los que estrujar la cartera.

Mientras no consigamos limar las aristas del cuadrado septentrional y hacer menos voluble la elipse mediterránea, lo tenemos francamente mal.

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