EMILIO ARTEAGA. Una de las consecuencias más dramáticas de la crisis económica es el triste espectáculo de ver a personas revolviendo en la basura, en busca de cosas de comer. No se trata de la búsqueda de chatarra, quincalla u otros elementos domésticos desechados que se puedan reaprovechar, o a los que se pueda sacar un mínimo beneficio económico, sino de la necesidad de conseguir alimento para el sustento diario y no se trata (solo) de indigentes, marginados o personas sin techo, sino también de ciudadanos empobrecidos de toda condición, especialmente de los colectivos más vulnerables: pensionistas, parados de larga duración, familias uniparentales, estudiantes desplazados y jóvenes desempleados, etc. Muchos buscaban y recogían los alimentos desechados por tiendas y supermercados, caducados o a punto de caducar pero en buen estado, y lo siguen haciendo, pero en muchos lugares los comercios ya no tiran a los contenedores ese material en buen estado, sino que lo donan a los bancos de alimentos y comedores sociales, lo que es, en principio, una buena decisión, pero también es perjudicial para todas aquellas personas que no quieren, o no pueden, acudir a dichas instituciones, de modo que a todos ellos, así como a los que simplemente no pueden, por la razón que sea, desplazarse a cierta distancia de su vivienda, no les queda sino buscar en la basura doméstica, en los restos que desechan los hogares familiares y los bares y restaurantes.
Hay quien vive así voluntariamente. Los “freegans” llevan deliberadamente un estilo de vida que lleva al extremo el anticonsumismo. El “freeganismo”, entre otros rasgos comunes a otros grupos componentes del movimiento antisistema, se aprovecha de los residuos de la sociedad: recoger comida desechada, también ropa y todo tipo de utensilios que puedan recuperar para su uso, cajas, embalajes y palés para ser usados como muebles, ocupar viviendas o locales abandonados o no utilizados, etc. Aprovechar comida disponible aunque no se encuentre en óptimas condiciones no es nada nuevo en nuestra historia como especie. De hecho, nuestros antepasados fueron durante milenios cazadores- recolectores y, con toda probabilidad, no desdeñaban una buena carroña cuando la encontraban. Incluso algunos alimentos hoy en día muy apreciados, podrían igualmente considerarse corrompidos o descompuestos: los quesos azules, por ejemplo, no son sino quesos con mohos; el yogur, kéfir y similares son leche agria y fermentada, etc. También muchas culturas han desarrollado productos fermentados, o corrompidos, según como se mire. Los inuit llaman igunaq a carne y grasa de morsa, u otros mamíferos marinos, que dejan fermentar enterrada durante meses. Algo parecido hacen los chukchis de Siberia. Muchos pueblos, sobre todo del extremo oriente, tienen productos procedentes de la fermentación de pescados y mariscos. Pero también en Europa tenemos alimentos de este estilo: el surströmming sueco, arenques del báltico que se sumergen en sal muera durante uno o dos días y después se dejan fermentar durante unos meses; el rakfisk noruego, trucha salada y fermentada durante unos meses; el hákarl islandés, tiburón eviscerado que se deja fermentar enterrado durante unas semanas y después se seca al aire durante unos meses. El hákarl forma parte de toda un conjunto de platos tradicionales islandeses, procedentes de los siglos de aislamiento y economía de supervivencia, que conforman el llamado “thorramatur”, que se consume en el festival de celebración de la mitad del invierno denominado “thorrablot”. Además del hákarl, algunos otros platos del “thorramatur” son: pastel de criadillas de carnero maceradas en suero, cabeza de cordero (ahumada o no), cocida con sal, pescado seco (suele ser fletán), embutido de sangre y sebo de oveja con avena y harina de centeno, queso de cabeza de oveja curada en ácido láctico, pudín de sangre y sebo de cordero, aletas de foca curadas en ácido láctico y otras delicias por el estilo. Algunos islandeses no están de acuerdo con el consumo de estos alimentos, consideran que dan una imagen de país pobre y subdesarrollado, alejada de la realidad de un país avanzado como Islandia; otros, en cambio, consideran que se trata de un tributo de reconocimiento a tantas generaciones de islandeses que tuvieron que hacer de la necesidad virtud y desarrollar técnicas que evitaban la putrefacción de los alimentos, aunque no su fermentación y, en consecuencia, seguir siendo comestibles, aunque con características organolépticas no demasiado apetitosas, hasta que uno se acostumbraba. El propio “garum” de los romanos derivaba probablemente de la fermentación de sardinas, anchoas y pescados similares enteros en semisalazón prensados en botas.
Pero una cosa es consumir este tipo de alimentos como curiosidad gastronómica u homenaje a la tradición, o recuperar de la basura alimentos por decisión voluntaria de vivir al margen, o en el margen, de la sociedad y otra muy distinta es verse en la necesidad de recurrir a los alimentos desechados como medio de subsistencia. Este drama, que empieza a afectar a demasiadas personas, a las que estamos expulsando del núcleo de la sociedad y condenando a malvivir en la periferia de la misma, debe empezar a preocuparnos seriamente y, si no somos capaces de darle solución, lo que empezará a fermentar y a pudrirse será toda nuestra civilización en su conjunto.