JAIME ORFILA. La mayor y más grave amenaza alimentaria es la que, en pleno siglo XXI, deja sin la posibilidad de satisfacer las necesidades diarias de comida a más de mil millones de personas, o la que, por falta de agua potable, provoca la muerte de 4 millones de niños al año.
Sin embargo, en el mundo autollamado civilizado, se sufren otros tipos de amenazas alimentarias, que por la globalización de la economía, se convierten en amenazas de salud pública mundial.
Entre las más conocidas destaca el síndrome del aceite tóxico o aceite de colza, producida por la mezcla de aceites comestibles con aceites industriales, que en la década de los 80, provocó la muerte de muchos confiados consumidores. Todavía quedan varios miles de afectados, con secuelas mayores, derivadas de la toxicidad neurológica irreversible de las anilinas. Recordarán, también, la crisis de las vacas locas, en los años 90, la presencia de dioxinas en cantidades muy elevadas en pollos belgas... y la más cercana epidemia alemana por un serotipo muy agresivo de la común esterichia colli, que se empeñaron en atribuir a los pepinos españoles.
La última es la provocada por la entrada en la cadena alimentaria de algunos países de la Unión Europea de carne de caballo con rastros de medicamentos, como si fuera carne de vacuno.
La solución a las últimas pasa por la prevención y por un complejo sistema de vigilancia y trazabilidad de los productos.
La solución a la primera, por una pequeña dosis de solidaridad entre los estados llamados civilizados. Es la más difícil.