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A Belén, pastores

martes 01 de enero de 2013, 16:14h

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JAUME SANTACANA. Lo que más se parece a una cena de empresa en Navidad, es lo que el gran Dante Alighieri relató sobre el infierno.

Para empezar, un protocolo no escrito pero sobreentendido, dicta una serie de normas reguladoras de tan célebres sesiones sociales: hay que vestirse “distinto” del traje de oficina habitual; hay que ponerse algo estridente y ruidoso; las señoritas se visten atrevidillas y se perfuman a mansalva, sin ninguna vergüenza hacia los olfatos sensibles ni, mucho menos, pudor propio.

En cuanto se llega al restaurante elegido (después de haber hecho la reserva durante la luna nueva de agosto, como mínimo) el estruendo general es de tal calibre que ya es prácticamente imposible cualquier tipo de entendimiento humano. Nota: algunos perfumes de señoritas no acostumbradas a usarlo, también pueden incidir sobre la comprensión, alterando el aparato auditivo.

Ya sentados e ingiriendo los primeros compases de alcohol –generalmente adulterado, en más o menos proporción- algún caballero (normalmente aquel que ya habrá piropeado a la administrativa de turno en un par de ocasiones –comentándole, jocosamente, algo referido al escote o a los muslos) lanzará una primera y sagrada advertencia al resto del personal: “hoy –asegurará con firmeza monacal- tenemos que pillar, todos, una turca fenomenal, ¡de campeonato!”

¡Lamentable! Cutre y patético.

El resto de la cena transcurre aumentando, proporcionalmente, las alegrías que, paso a paso, produce la ingesta etílica. Y es ahí, justo en este momento, cuando se da inicio a las groserías más infames de la Historia de la Humanidad. Chistes muy subidos de tono, comentarios sarcásticos sobre los jefes, descubrimiento de “rolletes” y “tomates” varios…y así. Así hasta llegar al punto culminante de la reunión (antes, claro, de ir a bailar la curda a una discoteca con olor a moqueta sexualizada) que se produce cuando, en el intercambio de regalos –a través de uno de los actos más estúpidos que se recuerdan, llamado cínicamente “el amigo invisible”- aparecen las primeras bragas y los consabidos sujetadores de lencería pija, amparados por el sutil anonimato del puto juego de marras.

Yo, con el grupo de mis admirados colaboradores, estuve cenando, muy tranquilamente, civilizadamente, en mi casa; algunas lucecitas azules, discretas, y fuego en el hogar, cumplimentaban la Navidad. Ni más ni menos.

Macarrones y pollo a l’ast. Turrones –para los no diabèticos- y un queso Idiazábal mantecoso y sabroso. Buen vino y mejor champaña (no me gusta llamarle “cava”; es como decir que tomamos “bodega”)

Lo mejor: ¡la compañía! Estoy hablando de personas inteligentes, con talento y, además, con un sentido del humor exacto, preciso.

¿Alguien da más?

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