Ustedes verán: a mí me parece normal que los estudiantes protesten con cierta frecuencia por las cosas que suceden. No es típico de los viejos salir a la calle a gritar; lo que no me parece comprensible es que no se hubieran movido durante los últimos años en que este país se estaba hundiendo y su futuro, el de los estudiantes, se arruinaba. Pero, sorpresa, ahora sí han recuperado el tono crítico. (Advertencia para aquellos de mis lectores que no la cogen ni atada: lo de sorpresa es una ironía. ¿Captado?) Pues bien, que protesten, que tienen derecho.
En lo que no estoy para nada de acuerdo es que sus protestas puedan suponer problemas para quienes no deseen hacer huelga o para quienes no deseen sumarse. Deberíamos ser auténticamente demócratas: si uno no quiere protestar, está en su derecho de tener clases, de que las cosas funcionen y de que no se altere su ritmo. En todo caso, hasta ahora van pocas acciones de esta naturaleza y no cabe alarmarse pero otra cosa será si dentro de un año se han perdido un número importante de clases. Sería lo que nos falta para acabar con lo poco que queda de nuestro sistema educativo. Y para acabar con el respeto a los derechos de los demás.