Viva la legalidad, sólo si me beneficia

Tenemos un problema colectivo irresuelto: no creemos en las instituciones o, más exactamente, sólo las defendemos cuando nos benefician, cuando soplan en el sentido que nos conviene. El Tribunal Supremo, que ayer dictó una sentencia condenatoria para un juez, debería ser la máxima instancia judicial, formada por gente estable, sensata, equilibrada, que ha demostrado a lo largo de toda su vida que tienen capacidad para juzgar con ecuanimidad. No estamos ante una pandilla de fanáticos sino ante gente formada, capaz, alguno de los cuales ha juzgado a favor de posturas muy de izquierdas, pero que consideraba ajustadas a derecho. Una sentencia unánime de este órgano no debería ser cuestionada, salvo con argumentos tan sólidos, poderosos y contundentes, nunca con manifestaciones en las calles, berridos histéricos o rankings de popularidad.

Ayer vimos cómo esto de las leyes, esto del sistema judicial, esto del respeto de las normas que nos hemos dado, va en función de que nos beneficie o no. La sentencia sobre el juez Garzón supuso que muchas personas salieran a la calle, con banderas republicanas, defendiendola Memoria Histórica (que en realidad es media memoria o una memoria completa pero sólo de media España).

¿Qué tiene que ver el cumplimiento de la legislación en materia de instrucción penal con la Guerra Civil? ¿Dónde está la relación entre la República y las escuchas a unos abogados setenta años después?

En realidad, aquí está uno de nuestros problemas críticos para el fracaso recurrente de nuestros proyectos de convivencia: parece que pensemos que “con los míos, con razón o sin ella”, sin que haya lugar para un terreno en el que las normas que nos damos, más allá de nuestras simpatías, puedan ser un campo común de encuentro. Como quiera que esto también sucede con los rivales políticos y con los nacionalismos, estamos simplemente ante una situación que roza lo ingobernable.