Nos conmovemos con razón con la infinidad de abusos a los que estamos sometidos, con las injusticias de nuestro tiempo, con cómo la humanidad parece empeñada en tropezar una y otra vez con la misma piedra. Criticamos lo poco que avanzamos en un trato justo del ser humano, en la apertura, en la libertad, en la igualdad pero, ocasionalmente, alguna imagen lejana nos recuerda que la realidad es tozuda y aún millones de personas no gozan de los derechos humanos mínimos.
Lo que está ocurriendo actualmente en Corea del Norte es estremecedor. Retrotraen al ser humano a un estado casi medieval, pre-humano, donde no existe el mínimo resquicio de respeto a la dignidad y a los derechos básicos del ser humano. El llanto desconsolado de miles de personas, rozando el éxtasis colectivo, las colas ante el cuerpo embalsamado del líder, en medio de las nevadas, la noticia trasmitida por la televisión coreana de que los pájaros habían dejado de volar por la emoción que sentían ante la tragedia de la muerte de su jefe, son historias alucinantes que resultan mucho más alarmantes por lo que implican, por lo que suponen, por lo que representan, por lo que revelan que en sí mismas. El país donde el hambre se ha llevado por delante a millones de personas, donde el poder pasa de padres a hijos, donde la miseria es tan extrema, también exige para sus ciudadanos un trato digno, respetuoso, al que nadie debería ser indiferente, pese a las distancias.